miércoles, 21 de diciembre de 2022

EL DIQUE

Ayer empezaron a limpiar el baldío. Tres hombres que bajaron de una pick-up del ejército. Primero podaron los arbustos con tijeras eléctricas, después arrancaron el paraíso que había en el fondo. Mamá fue la que cruzó para preguntar si necesitaban gente, que tenía un hijo disponible, veintisiete años, sano. Ella cree que van a poner otra de esas antenas gigantes, como las que pusieron en la rotonda y en el campito. Uno de los obreros le dijo que estaban completos, pero le habló de un capataz, de un tal Kenquil, y de la construcción de un dique al sur de San Julián. 

La mañana está hundida en la neblina. Un hombre alto y flaco baja de un 404 y enciende un cigarrillo. Tiene uno de esos trajes plateados que usan en Buenos Aires. Le queda corto, se le ven los tobillos. Mamá lo señala con el mate, me dice que cruce, que debe ser el capataz. Tardo en reaccionar; mamá agarra la pava ennegrecida y me apura: “Vamos”, dice, y se ceba otro mate. Le hago caso. Cruzo el asfalto. Espero con las manos en los bolsillos hasta que uno de los obreros me señala. Pregunto por Kenquil, por la construcción del dique. Las palabras me salen enredadas, con aire tumbero. El hombre del traje plateado se da vuelta y larga el humo del cigarrillo. Después, me pregunta si estoy dispuesto a dejar todo, familia, pertenencias, y viajar al sur.

Anoche vinieron a tirarnos piedras. Rompieron un par de vidrios y abollaron la puerta de casa. Fueron los familiares de Mónica, los conozco. En realidad, sólo conozco al rubio alto, al hermano, pero los otros eran parecidos. El rubio gritaba mi nombre, gritaba que no iban a parar hasta que diera la cara. Mamá salió con el aire comprimido y disparó al aire. Les dijo que la próxima vez tiraba con plomo. Los pibes se esfumaron enseguida

Ahora, sin arbustos ni paraíso, se pueden ven las tres medianeras del baldío. Ladrillos con el dibujo de telaraña que dejaron las plantas. Hace un rato trajeron una de esas máquinas automáticas para que termine de cortar el pasto. Va y viene en silencio, mientras una luz roja titila en la parte de arriba de la carcaza y la bolsa que lleva atrás se va inflando. Los vecinos se acercaron para verla funcionar; hasta Fisher dejó de atender el almacén para verla de cerca. La verdad es que es un espectáculo: la máquina parece un bicho, va y viene en silencio, conoce los bordes, calcula las distancias. 

Mamá me ceba un mate y me dice que no se me ocurra volver, que cuando cruce la puerta, me olvide de ella y del pueblo. También, me sugiere, que deje el cuaderno, que me concentre en lo importante, que no me meta en líos, que Dios me dio otra oportunidad. No es la primera vez que me lo dice; en diferentes momentos de mi vida me hizo el mismo pedido, me dijo que dejara de escribir, me habló de Dios. Chupo el mate juntando las manos, le digo que sí, que se quede tranquila. Después, me dice que si llego a conseguir un teléfono, llame a Fisher para avisarle que llegué.

La tarde es húmeda, breve. La misma pick-up del otro día se detiene frente a la puerta de casa. Le fallan casi todas las luces. Hay dos hombres sentados en la caja de la camioneta, con gorros de lana y ponchos. El que maneja abre la puerta y baja. Es, por el uniforme que lleva, un soldado raso. Estudia los frentes, se acomoda el pantalón, mira algo en su teléfono. “Vaya”, dice mamá. “Que estos no esperan”. Salgo con el bolso al hombro. Saludo al soldado con un apretón de manos, después subo a la caja. La chapa está fría como el hielo.

Llegamos al campamento de madrugada. Después de kilómetros de oscuridad, aparece una calle con casas a los costados. Todas iguales, prefabricadas, con techo de chapa, un número pintado de rojo en la puerta y una lamparita colgando del alero. Los hombres que viajaron conmigo entraron en una de las primeras. Ahora, el soldado que maneja me dice que esa es la mía, la treinta y dos. Lo saludo con un gesto y voy hasta la puerta. El viento me hace caminar en zigzag. Golpeo. “Entrá nomás”, me grita el soldado desde la camioneta. “El Oso no está”.

Kenquil me muestra cómo golpear la estaca. Golpes precisos, secos, sin vacilación. “Así, ves, chango”, me dice, y le da un golpe más. Su cuerpo, transpirado, larga vapor. Ahora, me explica cómo agarrar la maza. “Más cerca de la base que de la cabeza”, dice, y sonríe. Después, me dice que la idea es clavarlas cincuenta centímetros, pero que a veces el terreno no se deja. “Como las minas, viste”. 

Varias de las estacas que se iban a clavar río abajo no se pudieron poner por los cantos rodados. “Hubo que llenar con concreto", me explica Kenquil, mientras me devuelve la maza. Otro de los obreros, a unos metros, sentado en el suelo, la espalda apoyada contra uno de los árboles, descansa desde hace un rato con las piernas estiradas. Silba una canción que no conozco. Es uno de los salteños; el que hace un rato me vino hablar de la huelga. Cuando Kenquil deja mi puesto, cuando empieza a caminar hacia el campamento, le pega un grito, una especie de alarido. También lo llama chango. Le pregunta qué mierda está haciendo, si vino al dique de vacaciones. El salteño, desde el suelo, intenta una explicación: habla del jornal, de una promesa incumplida, de las zanjas, del relleno. El resto de la cuadrilla, como yo, lo mira de reojo, a la distancia. Al igual que el grupo de guanacos que hay del otro lado del río.

El sol de la mañana, tibio, detrás de las nubes, es apenas un disco pálido. Las naves van y vienen por el cielo. Le doy un golpe más a la estaca y me pregunto si los que viajan en esas naves nos llegarán a ver.

“Acá nadie tiene pasado, quedate tranquilo”, me dice el Oso. Y es una de las primeras cosas que me dice. “O todos tenemos el mismo”, agrega después.

El pueblo tiene un centro de tres cuadras. Hay una plaza sin árboles, una iglesia, un par de negocios. Una mujer que vende fruta en una de las esquinas me dice que quedó un sólo lugar con teléfono, la despensa de Monte, del otro lado de las vías, enfrente del Club. Después, me explica cómo llegar y me pregunta si estoy en el campamento del dique. Le digo que sí, le agradezco. Ella me pide que le compre un paquete de lo que vende, que tiene tres hijos. “Es la fruta del piquillín”, me explica cuando le pregunto. “No, gracias” digo. La saludo con un gesto y empiezo a caminar por una calle de tierra. Las vías, oxidadas, se asoman entre la mata de arbustos. La despensa de Monte está en una esquina. 

Fisher me dice que mamá está bien y que enfrente de casa están construyendo una antena de veinte metros. 

El humo inunda rápido la casa. “Hicieron el tiraje para la mierda”, me explica Oso. “Los milicos de acá son así, viste, de mente corta. Porque para esto no hay que descubrir la pólvora, está todo en los libros, es dos más dos”. Oso me habla mientras acomoda con la mano el tronco que hace un rato puse en la chimenea. Lo hunde en el fuego como si tuviera el brazo de hormigón. “Encima, acá no hay buena madera; el álamo este artificial que traen dura lo que dura un suspiro”. Le alcanzo un mate. Oso agradece y me cuenta que él está desde el principio, cuando dormían en carpas y el frío era cosa seria, pero ahora no trabaja más en el dique, está de baja por un problema de salud. Pienso en el ojo que le falta, algún accidente. “Meniscos", dice, y se golpea la rodilla con la palma de la mano. “Gracias a Dios ahora estoy en la oficina. Soy la secretaria de Méndez”, dice, y se empieza a reír. Después, me devuelve el mate y sigue hablando: “Y querés que te diga una cosa, mejor así, los tipos como yo, tarde o temprano, terminamos mezclados con el hormigón". 

A las diez apagan las luces. Sólo queda el cielo que se llena de las líneas blancas y rojas que dibujan las naves. Y las estrellas, mucho más allá.

Ahora, Beatriz, la mujer que trabaja en la despensa, me cuenta, mientras guarda mercadería en una caja, del lío que se armó la otra noche en el Argentino, me habla de un general de Buenos Aires que se agarró con uno de los obreros del dique. “Acá enfrente”, dice, y señala el lugar. "Un compañero tuyo”, agrega, y me mira a los ojos. Le pregunto quién, pensando en el salteño. Pero Beatriz no sabe. Me cuenta que esa noche, la noche del lío, ella estaba acá, en la despensa, que vio todo desde la puerta porque escuchó el quilombo. Después me lo describe: “Alto, morocho”, dice, “por eso al principio pensé que eras vos”. Beatriz se ríe. Y se tapa la boca con la mano. “Estaba sacado”, agrega seria, supongo para compensar, o quizás por miedo. “El indio ese que anda siempre con el general”, me dice, “se lo llevó de los pelos como a una criatura y lo metió en el baúl de la nave. Porque el milico este que te digo había bajado en una de esas naves grandes, viste, las que parecen barcos. Y yo pensando que eras vos”. Mientras Beatriz habla, yo la miro, en silencio.

Oso me llama para que vaya a comer. Dejo el cuaderno en el bolsillo de la campera y me levanto del colchón; no hay parte del cuerpo que no me duela. El piso de cemento sin alisar, en lugar de domar el frío de la tierra, parece potenciarlo. Mientras me calzo los borceguíes que me consiguió Kenquil, le digo a Oso que ya voy. La noche, afuera, es puro viento salvaje. Me acerco a la ventana; un camión volcador pasa lento, como amortiguado por el viento; si tuviera alas, pienso, despegaría como los aviones de antes. 

Beatriz está hablando con un hombre. Debe ser el padre. Es alto y tiene los ojos verdes como los de Beatriz. Me mira de reojo; me estudia. Ella le dice algo que no llego a escuchar. Saludo levantando la mano, apuro para irme. El hombre me frena. “Espere”, dice. Me doy vuelta. El hombre se acerca. “Monte, mucho gusto”, dice. “Me dijo mi hija que está trabajando con el indio”. Le digo que sí. Monte asiente y me pregunta si le puedo llevar algo, “un encargo”, dice.

Le pregunto a Oso si sabe qué van a hacer con las casas. “Después”, aclaro. “Las van a desarmar”, me responde. “Así como las armaron, las desarman, las meten en los contenedores y se las llevan para otra obra”, me dice Oso, mientras me sirve el arroz en el plato de chapa, mientras pone una bola compacta de arroz en el centro del plato. “No queda ni un clavo”.

Kenquil me pasa a buscar en la camioneta. Me lleva a una de las oficinas que hay en el pueblo. Un local sin ventanas a una cuadra de la plaza. Me dice que me van a hacer unos análisis de rutina, que no me preocupe. En la entrada nos recibe una enfermera. Se presenta como Verónica. Tiene un ambo blanco que le queda grande. Kenquil hace una broma. “La mano biónica de Verónica”, dice. Ella sonríe. Primero me lleva a un cuarto que hay detrás de una cortina de tela y me saca sangre. Tarda en encontrar la vena. Después, me da un frasco y me pide una muestra de esperma. Me ofrece su mano.

Afuera, la noche sin viento genera un silencio incómodo. Es como si faltara algo, pienso. O como si ese silencio se tuviera que ocupar con los pensamientos y eso fuera lo que incomoda. Beatriz, mientras ordena unos papeles sobre el mostrador, mientras acomoda uno encima de otro con algún criterio que no llego a entender, me pregunta qué estoy haciendo en el dique, qué tarea me toca hacer. Le cuento, mirando sus manos, sus uñas pintadas de verde, que clavo estacas de madera. “Cincuenta centímetros”, digo y abro los brazos para marcar dimensiones. Beatriz levanta la vista sin soltar los papeles. Se ruboriza. "Estás clavando estacas", dice, y vuelve la vista al mostrador. El murmullo áspero de un motor llega desde la calle. Después, un Falcon pasa despacio. “Ese es Méndez”, dice Beatriz. “El del Falcon”, agrega, y golpea los papeles contra el mostrador, para terminar de ordenarlos, para que queden bien superpuestos. “Me tiene harta”. Le pregunto si su padre es militar. Ella me mira seria. Después se ríe como si le hubiera contado un chiste. “No, qué va a ser militar", dice. "Le encantaría, pero no. Lo máximo que hizo fue tercer grado”. Otra vez el silencio, el Falcon que vuelve a pasar despacio. Le pregunto, entonces, si quiere ir a tomar mate al río. "El sábado tengo franco". Beatriz me mira. Sonríe. “¿Vos estás seguro de lo que decís?", pregunta. 

Ahora ya no clavo estacas; transporto ripio desde la ruta hasta la otra punta del camino. Serán tres o cuatro kilómetros. Cinco o seis kilos de ripio, más quince de carretilla. No estoy solo, somos diez en total. Trabajamos en silencio, sin guantes. Vamos en fila, todos juntos. El que va primero marca el ritmo. Y en cada vuelta, cambiamos de posición como las bandadas. Uno, al que le dicen Profe, cada vez que paramos para descansar, fuma y escupe sangre. Ahora, mientras almorzamos unos sánguches de guanaco que nos dejó Kenquil, el Profe me explica que el dique es el muro, que la construcción es la represa. "Es que acá son todos brutos”, me dice.

El Oso me dice que me vieron con la piba de la despensa. Lo miro. Oso me devuelve la mirada con el único ojo sano que le queda; el otro se lo sacó, según él, de chico y con un cortafierro. Me mira entre preocupado y molesto. Abro el vino que nos dejó Kenquil hace un rato. Un vino de premio. Oso me acerca el vaso para que le sirva. Atraviesa con el brazo la nube de vapor que larga el arroz. “¿Te la estás cogiendo?”, me pregunta. “No”, contesto, y cargo la cuchara. "Uso el teléfono de la despensa”, digo. "Cuidado pibe”, me dice Oso, y se limpia los labios con el revés de la mano. “Es la piba del milico, con esa no se jode. Si querés ponerla, en el Argentino están las minas que hacen traer de afuera, los sábados. Mirá que el jefecito es de mecha corta.”

El Profe, mientras enciende un cigarrillo, me cuenta que el dique va a tener trescientos metros de alto. Supongo que exagera, pero no digo nada. “El bloque de hormigón”, dice, tose, y escupe sangre. “Como un edificio de cien pisos”. Después me explica que él, allá, era ingeniero civil, y se calla. Como todos, no cuenta la otra parte de la historia. Pero la completo, la uno con la mía. Porque al final, como dice Oso, todas las historias de los que estamos acá son más o menos la misma. “¿Vos?”, me pregunta, y larga el humo. “¿Qué eras allá?”. Lo miro. Sabe que le voy a mentir. “Trabajaba en un banco", digo. “Era contador”. Después me dice que en estos días, río abajo, van a empezar a construir la Central. “Los chinos”, dice. “Porque las Centrales sólo las hacen los chinos con sus máquinas y su gente”.

Llego un rato más temprano. Primero escucho los ruidos: gritos de dolor. O de placer. Cuando me asomo a la puerta de la pieza, veo a Oso, desnudo de la cintura para abajo, arriba de otro hombre, moviéndose como un péndulo, sobre mi colchón.

La tormenta que hubo el otro día en el norte hace que hoy el agua venga con barro, basura y cientos de ramas que bajan con la velocidad de un pájaro. El río, así, parece otro. Kenquil sale de la camioneta y me pide que agarre una pala y lo acompañe; está eufórico, como el río. Le hago caso sin preguntar, y cuando me estoy por trepar a la caja, me dice que suba a la cabina. La calefacción escupe un aire tibio que enseguida me adormece. Hacemos un recorrido por la obra, en silencio; es cómo si Kenquil estuviera analizando las consecuencias del desborde o como si estuviera midiendo la cantidad de energía que carga el río. Después, cuando encara para el camino que conecta con la ruta, el camino de ripio que hace unos días terminamos de construir, Kenquil me cuenta que me eligieron para realizar una tarea especial, que me tengo que sentir afortunado. “Los de arriba”, agrega. Y sonríe, mostrando una dentadura descuidada. Y me acuerdo de mamá, alguna noche, sacándose una muela con los dedos y maldiciendo a todos los Santos. Ahora, Kenquil me dice algo que no llego a entender porque estoy enmarañado en el recuerdo. Algo sobre la fuerza del río y los consoladores eléctricos. Le digo que sí. Kenquil se ríe y frena la camioneta en un sector alejado de la obra. Hay, al costado del camino, un viejo con una pala en la mano, quieto como un espantapájaros. Llegamos, dice Kenquil. Bajo y camino hasta donde está el viejo. Nos saludamos con un movimiento de cabeza. Aunque estemos lejos, se escucha el murmullo del río. Kenquil baja una caja con mercadería y nos hace caminar perpendicular al camino, varios metros. Hasta que llegamos a una zona marcada con estacas y una soga. Es un sector rectangular. A lo lejos se ve un grupo de choiques que levantan el cuello.

Beatriz cubre las facturas con un repasador para que no se ensucien con la tierra que trae el viento. Tomo mate, sentado con las piernas cruzadas, de cara al río. Ella está arrodillada y ahora se estira para cubrir todo el paquete, para que el polvo que trae el viento no se pegue al almíbar. Agarra cada una de las piedras que hace un rato fue a buscar a la orilla y las apoya en los vértices del repasador. Después, se vuelve a sentar. Le devuelvo el mate; ella me sonríe. Desde donde estamos se llega a ver la ruta que hay del otro lado del río. La que va a Buenos Aires. Los contornos de los camiones que pasan sin hacer ruido, los postes del viejo tendido eléctrico. “Los atardeceres acá son más largos, no terminan nunca”, digo. Ella sonríe. “Resultaste poeta”, dice. Sonrío. Beatriz se ceba un mate; mueve la bombilla en forma circular y vuelca un chorro de agua. Ahora se sonríe por algún pensamiento. “Si mi viejo se entera que estoy tomando mate con un poeta, me mata", dice y vuelve a reír. Le devuelvo la sonrisa. Digo: “no”, pero enseguida sonrío como un chico al que le descubren una mentira. Y no sé qué más decir. Entonces, otra vez el silencio; el ruido breve, casi instantáneo, de las olas del río que rompen en la orilla. Me acuesto y miro el cielo; las naves que pasan. “Más que el frío", dice Beatriz, “lo que yo no me banco es la noche. En Buenos Aires no es así”, dice. Después se me acerca. Se acuesta a mi lado. Apoya su cabeza sobre mi brazo y me pregunta si alguna vez la voy a llevar a Buenos Aires.

Hace unos días que pregunto por el Profe. Nadie sabe decirme qué le pasó, dónde está. Levantan los hombros, nada más. Ahora, mientras le doy a Kenquil el encargo de Monte, me cuenta que el Profe andaba enfermo, cosas del pulmón. “Que Dios lo tenga en la gloria”

Estamos solos, me dice Beatriz. Hoy tiene las uñas pintadas de rojo. No deja de mirar el cielo que, de a poco, se va hundiendo en lo negro. Me incorporo. Chupo el mate; dos veces, lo vacío. Ella se levanta, se acomoda la ropa. Supongo que va a decir de volver. Entonces, me levanto y la abrazo por atrás. Me apoyo con todo mi cuerpo y con una mano, la izquierda, la menos áspera, le acaricio las tetas, apenas dos pliegues sobre el pecho. Beatriz no dice nada, tampoco se da vuelta. Mira ahora el río, que también se tiñe de negro. Entonces, con la otra mano, le acaricio la entrepierna. Ella, en silencio, sin moverse mucho, se baja un poco las medias, después la bombacha. Me bajo el cierre del pantalón y le levanto el vestido. Vuelvo a apoyar la mano. Le meto un dedo. Después dos. Ella, recién ahí, larga un gemido, suave, y se inclina hacia el río, un poco. Entonces, intento penetrarla, despacio, mientras ella hace de guía con la mano.

Kenquil elogia mi trabajo. Dice: “bien, chango, si todos fueran como vos, podríamos hacer dos diques al precio de uno”. Lo dice, y me da un golpe suave con la mano abierta sobre la cara, más que un golpe es como un lengüetazo seco, áspero, una caricia de vaca. “Usted está para cosas grandes", dice, y se va por donde vino. Después, sigo cavando la zanja. Somos dos: el viejo y yo. Todavía no sé cómo se llama el viejo. Habla poco, cerrado, casi como si fuera otro idioma. Hace un rato le pregunté si sabía para qué la zanja. Me dijo algo que no entendí. Kenquil, ahora, conversa con un hombre de traje plateado y barbijo que vino a ver cómo avanzaba la obra. Llegó en una de esas naves negras que aterrizaron a unos metros del camino. No escucho lo que dicen; están lejos.

El cielo son nubes grises y azules. Le cuento a Oso del Profe. Le pregunto si lo conocía. Me dice que sí, que el vago fumaba cualquier mierda verde que salía de la tierra. Después, toma un mate y me dice que acá no hay que hacerse amigo de nadie, ni siquiera de la pachamama.

Fisher me cuenta que hace unos días prendieron fuego el rancho. “Los rubios”, dice. Que la vieja llegó a rajar, agrega enseguida, para que no me asuste, pero que el rancho quedó hecho una tristeza. “Me dijo que te avisara que se fue para arriba y que no se te ocurra volver”. Después, me pregunta por el dique, me cuenta que salió una nota en la televisión, que parece cosa seria, que van a sacar energía para alimentar a todo Buenos Aires.

Apenas corto el teléfono, Beatriz me pregunta qué pasó. Le cuento. Le hablo de mi pueblo, de mamá, de la diabetes por el tema del arsénico. Aunque no hable del incendio ni de los rubios, es lo primero que no le miento de mi pasado. Ella me mira, tuerce la boca. “No sabía que eras de ahí”, me dice. Después, me abraza. Dice que un tío de ella se quedó ciego por el mismo asunto. “Un tío malo”, agrega, me suelta y ahora sonríe. “Muy malo”. Después, cierra la puerta de la despensa con llave y me lleva para el fondo, para la pieza que usan de depósito. “¿Querés que te muestre lo que me hacía mi tío?”

Golpeo la puerta de la oficina y entro. Kenquil está parado al lado de la mesa que tiene la maqueta del dique, junto a dos hombres que no conozco, los dos vestidos con trajes plateados. Cuando me ven entrar, se ponen el barbijo. Los tres, ahora, me miran fijo. Me freno, pido perdón, digo que traje lo de Monte. “Está bien”, dice Kenquil. “Déjalo por ahí”.

El viejo habla poco y espaciado. Palabras como islas. Creo que me habla de Kenquil, lo llama “indio malo”. Pero dice una palabra y después, al rato, dice otra. Un camión volcador aparece por el camino y tira la carga en la zanja. Bolsas negras que caen como si contuvieran escombros de goma, casi sin hacer ruido. Esta vez son como veinte bolsas. “Tapen”, ordena Kenquil, desde arriba del camión. El viejo es el que empieza. Primero se persigna, después hunde la pala en la montaña de tierra húmeda y la arroja en la zanja. Una y otra vez. No se cansa. Es una máquina. Lo sigo en silencio. El camión se aleja.

Beatriz, mientras se viste, me pregunta qué pienso hacer con nosotros. Así pregunta: “¿Qué pensás hacer con nosotros?”.

Es una noche fría. Kenquil y el Oso conversan en la puerta mientras yo pelo papas con un cuchillo. Los dos hablan con la petaca en la mano. Oso anda todo el día con una petaca en la mano. Son las que repartieron hace más o menos un mes, regalo de Méndez por el día de la Independencia. Y yo los escucho porque hablan fuerte. Y sus voces entran a la casa con la fuerza del viento. Hablan de un conocido en común que tienen en Buenos Aires. Están tan chupados que no se deben dar cuenta de nada, ni del frío, ni que los estoy escuchando. Quizás debería hacer lo mismo. Porque hace unos días que estoy congelado, que no me puedo sacar el frío de los huesos, que tengo entumecidos los dedos de los pies. Ellos hablan de ese conocido. Del culo de ese conocido. “Un budín el culo de ese muchacho”, dice Oso. Y Kenquil se ríe. Sigo pelando las papas. “Vení, chango”, me grita, de pronto, Kenquil. “Vení”. Dejo las papas y voy hasta a la puerta. “Abrigate que te venís conmigo”, dice, y toma un trago de la petaca. “Hay unas chilenas que tenés que conocer”. “No, está bien”, digo. “Gracias". Oso se pone serio. “No es bueno que el hombre ande cargado”, dice, y después me apura. “Dele que no todos los días es carnaval”.

La chilena se llama Carlota; no debe tener más de quince años y tiene los ojos aindiados. Lo único que me dijo, además de su nombre, es que la trajeron de Punta Arenas en un camión. Cuando entré, estaba sentada sobre la cama, desnuda, con las manos entre las piernas y una luz roja incrustada en la sien. Titilaba como la cortadora de pasto. Había escuchado de las personas que llevaban esas luces, pero nunca había visto una. Ahora, la chilena se viste rápido, en silencio. Curva la espalda para ponerse las medias, se le marcan los nudos de la columna. No pareció molestarse cuando le dije que prefería llamarla Mónica. Lo tomó, pienso, como un pedido más. Ahí fue cuando le pregunté cómo había llegado hasta acá y ella me contó lo del camión. Me acerco a la ventana que hay en la pieza, corro un poco la cortina. Se ve la calle, a oscuras, la camioneta de Kenquil, las hojas que vuelan por el viento. La chilena, de pie, termina de vestirse y se para junto a la salamandra. Después, se ata el pelo y, por primera vez, se me acerca. Así vestida parece otra, más grande. Me pide un cigarrillo. Le digo que no tengo. Después, me pide plata. Le digo que tampoco tengo. Ella me pregunta si soy el hijo del otro porque tenemos el pico parecido, “pequeñito y sin gracia”. Se ríe, como Mónica. Entonces la empujo contra la cama, le aprieto el cuello. Ella no se queja, pero la luz que tiene en la sien empieza a titilar más rápido. Hasta que se apaga. Después me quedo en silencio, bastante rato, hasta que Kenquil golpea la puerta y dice que es hora de irnos.

Apenas entro a la casa, sale el soldado. Es el mismo que me trajo al campamento, meses atrás. Me saluda con una sonrisa. Voy directo a la pieza. El Oso está acostado sobre su colchón, semidesnudo y con la petaca vacía en la mano.

Unos metros antes de llegar a la despensa, a la altura de las vías, veo la nave estacionada. Y veo cómo Beatriz se sube. Y cómo, después, la nave despega más parecido a un pájaro que a un avión.

Ahora, con una excavadora, Kenquil saca el relleno de la zanja y lo pone en la caja de un camión volcador. El olor a podrido que larga la tierra sacude más que el ruido que genera la máquina. Con las palas, el viejo y yo juntamos las partes de las bolsas negras que se rompen y caen en el camino. Piernas, brazos, cabezas. Cuando terminamos, Kenquil me dice que vaya con el muchacho del camión, que ayude en la descarga. Viajamos en silencio. El cielo está encapotado y el viento sopla del sur. No parece primavera. Le digo algo así al camionero. El hombre asiente. Llegamos al río. Las bolsas van directo al dique, se mezclan con el hormigón, se hacen muralla. 

Esta mañana llueve. Es la primera vez que llueve desde que estoy acá. Y es por eso no bajamos al río, que no trabajamos en el dique. Hacía como tres meses que no llovía. Tomo mate y miro por la ventana. El agua forma una cortina, es como un río vertical. Las luces de las otras casas están todas encendidas. Todavía es de noche, aunque ya sean casi las nueve. Oso aparece en el comedor, con el pelo revuelto y la petaca en la mano. “¿En qué quilombo te metiste?”, me pregunta. “Anoche vino la piba del milico. Parecía asustada”. 

Salgo para el pueblo. Llevo un bolso con ropa seca. Camino por el centro del camino de ripio, por el lugar más seco que encuentro. El pueblo parece desierto, no hay un alma en la calle. Cruzo las vías oxidadas. Llego a la despensa empapado. Beatriz me mira y me dice qué hacés así de empapado. Le cuento lo del franco, de la lluvia, del bolso con la ropa seca. “Oso me dijo”, digo, sin completar la frase. Ella me hace pasar a la pieza de atrás. Hay olor a lavandina y una gotera que cae sobre un balde. “Cambiate”, me dice. Intento agarrarla para que entre conmigo. Se me escapa. “Ahora no”, dice. Al rato salgo con ropa seca, descalzo. Beatriz está parada cerca de la ventana; mira la lluvia, la cortina de agua, el río vertical. Me acerco, le pregunto qué le pasa. "Estoy embarazada”, me dice, sin darse vuelta. “Tenés que irte ya”.

La tierra todavía está húmeda. Parte de las paredes se desmoronaron y hay que volver a sacar la tierra. Dos metros, pidió Kenquil. Terminamos rápido y nos quedamos descansando sobre una piedras. El viejo saca una foto del bolsillo del pantalón y me la muestra. Una familia.

Oso me dice que a medianoche, si camino para el oeste por las vías, no me van a agarrar. Que en diez kilómetros hay una casa con un molino. Que pregunte por Zamora. Y que lo que me acaba de decir, nunca me lo dijo. Le digo que no me voy a ir sin Beatriz. Me dice que estoy loco.

Kenquil me pasa a buscar. Me subo a la pick-up sin preguntar. Viajamos en silencio, primero por los caminos del campamento, después por la ruta de tierra y al final por las calles desiertas del pueblo, hasta que Kenquil estaciona en la esquina de la despensa, detrás de una de esas naves negras que parecen barcos. “Qué pena, che”, dice, y me pide que baje. La puerta de la despensa se abre. Bajo el umbral, el cuerpo robusto, ocupando casi todo el espacio, de Monte. Me hace un gesto con la mano para que me acerque y le dice a Kenquil que el general pide que lo espere ahí, que el asunto no va a demorar mucho. Apenas doy unos pasos, un perro que nunca había visto empieza a ladrar. Me freno. La bestia está atada a la reja de la ventana; tiene el tamaño de un caballo, se pone en dos patas, tensa la correa. 

Escucho, ahora, la respiración algo agitada de Monte, mientras camino detrás de él. Pasamos la pieza que usan de depósito y cruzamos una puerta verde. Después, un pasillo y otra puerta. Cuando entro, veo a Beatriz acostada sobre la cama. La pieza huele a encierro. Hay un hombre, en las sombras del rincón, sentado en una silla. Se pone de pie cuando nos ve entrar. Monte nos presenta: “el general”, dice, y lo señala. “El muchacho”, agrega, estirando el brazo hacia mi posición. El general asiente. “¿Cómo es tu nombre, querido?”, me pregunta. De los nervios, no logro hablar. Tardo. Beatriz es la que habla: “Matías”, inventa. “Matías”, repite enseguida Méndez. Después, se acerca a la cama donde está Beatriz y se sienta junto a los pies. Larga un suspiro. Y empieza a hablar. Empiezo a sentir frío. El general habla de Cristo, del infierno y del paraíso. De su inclinación por la justicia. Después, me explica cómo vamos a hacer. Dice así: “ahora te voy a explicar cómo vamos a hacer”. Y me pide que me acerque, que me siente a su lado. "Vení, querido, si somos como familia”. Me agarra del brazo. Fuerte. Comienzo un pedido de disculpas, digo que quiero seguir en el dique. El general se ríe y, sin soltarme, me dice: “claro que vas a seguir en el dique”. Después, me dice que Kenquil me va a llevar hasta la ruta y que mi alma se va a olvidar de todo lo que pasó acá y lo que pasó acá se va a olvidar de mi alma. Beatriz intenta decir algo, pero Monte la calla. Aprieta fuerte mi brazo y la calla. Le habla de mi pasado, de la chilena de Punta Arenas. “Pobrecita”, dice. Después me suelta. Y sonríe. Me pregunta si entendí. Asiento. El general le pide a Monte que me acompañe hasta la puerta. Salgo de la casa. Camino, lento, hasta la camioneta. El perro vuelve a ladrar. Recién ahí me doy cuenta de que tiene una luz roja incrustada en la cabeza. Cuando me subo, le pido a Kenquil que me deje en las vías. Me dice que no puede, que primero está el dique.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario