1.
Los muebles de Rodolfo estaban afuera de la casa. Había algo de ropa entre los arbustos y la heladera estaba acostada sobre el pasto. La lancha siguió avanzando y la cortina de sauces no me dejó ver más. Enseguida salí a la cubierta y encaré al vago que ayudaba a subir y bajar las cosas. Lo conocía del club, era hijo de un hachero amigo. Le pregunté qué cuernos había pasado, por qué tanto revuelo. Me contó que había andado la Marina, que habían usado las embarcaciones de la empresa y me aconsejó que me fijara mejor con quién me juntaba.
El Negro me esperaba en el muelle, en silencio, se notaba que había andado todo el día con la cola entre las patas. Le dije al hijo del hachero que le dejara saludos a su padre y bajé de un salto. Me quedé acariciando al Negro hasta que el motor de la lancha se dejó de oír. Temblaba el Negro que daba miedo. Primero revisé mi rancho y recién después me fui de Rodolfo, lento, a la velocidad del río. La casa era un desorden. Había papeles en el piso y hasta habían arrancado el inodoro con tornillos y todo. Pensé en limpiar, en entrar los muebles, la ropa, la heladera, pero lo único que hice fue desenganchar una camisa y volver rápido a donde yo estaba.
2.
La primera vez que hablé con Rodolfo fue una tarde, meses antes de que sus muebles aparecieran afuera de la casa. Hasta ese momento no habíamos cruzado palabra alguna, sólo lo había visto en el muelle o leyendo bajo la galería. Esa tarde Rodolfo estaba con su señora cerca del río y yo andaba en la canoa, volvía de hacer un trabajo en el Luján. Al acercarme, vi unos papeles enganchados de un camalote, yéndose con la corriente. Los atrapé con la punta del remo y los dejé sobre el muelle. Parecían bastante mojados, pero Rodolfo me agradeció lo mismo. Después se presentó, dijo que se llamaba Francisco. Yo le dije mi nombre, pero que acá la gente me conocía como Perlei. A manera de agradecimiento, Rodolfo me invitó a cenar, dijo que tenía pescado como para un batallón y que si no se comía se le iba a estropear.
Esa noche comimos pejerrey y charlamos hasta que la lámpara se quedó sin querosén. Rodolfo me contó que trabajaba en un negocio de antigüedades y yo le dije que me habían traído de chico, que me las rebuscaba con la reparación de embarcaciones. Hablamos de pesca y de la creciente del año 40. De dónde cazar nutrias y carpinchos. Me preguntó qué cosas me interesaban y yo le dije que no lloviera mucho, porque si llovía mucho no podía trabajar. No sé por qué quiso saber de mi papá; le conté que era un italiano que había trabajado en la fábrica de dulces del Espera. No le dije mucho más porque no sabía.
A partir de ese momento, cada vez que nos cruzábamos por alguna cosa, nos saludábamos como vecinos que se conocen. Una vez vino hasta donde yo estaba y me invitó a pescar a su muelle. Le dije que si pescaba acá, sólo iba a sacar barro con gusto a petróleo. Que sólo el pejerrey entraba con el agua limpia. Que para agarrar una buena boga o un buen dorado, había que ir afuera, a la zona de Martín García. Se ve que le gustó la idea, porque ahí nomás nos subimos a la canoa con las cañas y una botella de ginebra. Se preocupó si llegaba la noche. Le dije que a mí me iba lo mismo, por las estrellas. Que la cruz del sur estaba siempre en la mitad del cielo. Pese a no ser isleño, Rodolfo sabía del Delta, se notaba que lo había andado. Eso me dio confianza. Habló de las injusticias de las islas y dijo que eran las mismas que había en el continente. También habló de lo impagable que era poder escuchar el silencio y leer el río. "Escuche un poquito, Perlei”, me dijo. “No hay plata que pague esto”. Ahí, empujado por la ginebra, fue cuando le confesé que no sabía leer ni escribir, que había dejado el estudio en segundo grado. Entonces a Rodolfo se le ocurrió el trato, dijo que si yo reparaba su bote, él me enseñaba a leer.
Empezó a venir los domingos con un cuaderno y me daba explicaciones como un maestro de escuela. Serio se ponía. Me dijo que yo era bueno, que aprendía rápido. A veces me dejaba un libro para que leyera durante la semana y después me hacía preguntas. Cuando pasaba el tiempo y él no venía, yo me iba con el cuaderno hasta su casa. A veces me decía que estaba ocupado o que andaba con gente. Otras, sacaba la mesa y la ponía cerca del río y me enseñaba hasta que no había más luz. El bote se lo terminé enseguida, no hubo que hacerle mucho, pero tardé en dárselo para que no se acabara el trato. Después sí, Rodolfo vino cada vez menos y las clases se fueron espaciando. Pensé que se debía a una cosa mala mía, una desatención, hasta que un día de crecida lo ayudé a sacar el agua de la casa y me di cuenta de que Rodolfo andaba preocupado por otras cosas.
La última vez que nos vimos fue cuando lo llamé para avisarle que había dejado el bote suelto. La verdad es que andaba con ganas de agradecerle por lo que me había enseñado y quise aprovechar la ocasión. Era noche cerrada, de invierno, y no tuve mejor ocurrencia que llamarlo con un grito. Se ve que lo asusté, porque Rodolfo salió con el 22 en la mano y estuvo a esto de dispararme. Después, al darse cuenta de que era yo, me dio un abrazo y me preguntó si estaba escribiendo. Me quedé mudo del miedo que tenía en el cuerpo, no pude sacar palabra. “Se vienen tiempos difíciles, Perlei", dijo.
3.
Mucho después, en Tigre, ahí nomás de la estación, me crucé con uno de los hombres que habían andado alguna vez por lo de Rodolfo. Un rubio gigante, de casi dos metros. Lo reconocí enseguida. Le dije quién era y le pregunté si sabía algo de Francisco, que hacía rato que no lo veía. Al no recibir respuesta, le conté de los muebles afuera de la casa, la heladera acostada sobre el pasto. El hombre me miraba desconfiado, me dijo que no conocía a nadie que se llamara así y empezó a caminar. Lo seguí de cerca. Dije Carapachay, dije vendedor de antigüedades, dije Perlei. Al llegar a la entrada de la estación, me frené en seco y dije que Francisco me había enseñado a leer y a escribir, y que no se lo había podido agradecer. Ahí el hombre reaccionó y volvió sobre sus pasos. Cuando estuvo cerca, me empezó a hablar en voz baja. Me dijo que el verdadero nombre de Francisco era Rodolfo y que el día del revuelo no había estado en la isla, pero que lo agarraron un año después, en plena calle de la capital, y que lo mataron así nomás. Después el hombre me saludó con un gesto, dio media vuelta y se perdió entre la gente que andaba por la estación. Me quedé un rato en el lugar y estuve un tiempo largo sin saber qué hacer.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario