Esa noche había revuelo en el pueblo. Mi hermana no estaba en la carpa y cuando me di cuenta, hacía rato que la sirena retumbaba entre los árboles. Papá había salido cubierto de ese traje tipo Eternauta que había fabricado con restos de botellas de plástico y ropa vieja. No era la primera vez que salía de su carpa a mitad de la noche para encontrarse con el doctor Reus y el resto de los delegados. Aunque hasta ese momento habían sido falsas alarmas, siempre se generaba el mismo revuelo en el pueblo: gente que iba y venía con la linterna en la mano, chicos que asomaban la cabeza por entre los cierres de las carpas, el sonido de la sirena retumbando entre los árboles.
Las dos carpas que ocupábamos con mi familia estaban al costado del camino principal, a pocos metros de la cortina de lenga que daba inicio al bosque. La carpa que compartía con mi hermana tenía vista al lago y, como era una de alta montaña, aguantaba bien el frío y sobre todo la lluvia, que era cotidiana y persistente. Las noches claras, por la ventana de la ventilación, podíamos ver el resplandor que había más allá del lago y, si el viento soplaba del este, hasta me parecía escuchar el murmullo de las conversaciones de la ciudad. Aunque mi hermana dijera que eso era imposible, que el viento y la distancia diluían las palabras.
En esa época dormía de forma intermitente, me pasaba la madrugada despierto, pensando en cosas sin importancia, escuchando el canto de algún caburé o los sonidos que hacían las ramas de las lengas (que parecían, por momentos, el crepitar del fuego y por otros, el fluir de un río). A veces, ocupaba esas horas en tratar de recordar algún sueño, pero no había caso; desde que vivíamos en el pueblo no me acordaba de ninguno. Mamá me explicaba que el aire puro del bosque hacía que durmiera profundamente y que por esa razón no recordaba los sueños. Pero yo no creía en esa explicación, como tampoco creía en la que me daba mi hermana, que la culpa la tuvieran los pájaros carpinteros gigantes que vivían en el bosque; según ella, estos pájaros se acercaban de noche a las carpas y nos robaban los sueños.
Mi hermana dormía toda la noche. Apenas se acostaba sobre la colchoneta, se cubría la cabeza con la capucha de la bolsa de dormir y no salía hasta la mañana siguiente. Los días que sonaba la sirena, aprovechaba para meterme en su bolsa y me acoplaba a su cuerpo. A ella le gustaba, aunque después, cuando la sirena dejaba de sonar, me pedía que volviera a mi bolsa. Esa noche, apenas había empezado a sonar la sirena, abrí el cierre de la carpa y vi a papá corriendo con la máscara en la mano. No sé cómo hacía para ponerse el traje tan rápido.
Cinco años atrás habíamos abandonado el departamento que alquilábamos en la ciudad. No fuimos los únicos, sino que lo hicimos junto a otras familias que pensaban más o menos igual que papá y mamá. Al comienzo fuimos alrededor de cien personas (contando a los chicos) y meses después llegamos a ser más de trescientas. La mayoría de los adultos eran universitarios como el doctor Reus o como papá, que era sociólogo, pero también había maestros y, en menor medida, campesinos y artesanos. El doctor Reus era epidemiólogo no tradicional (así se autodefinía) y era el delegado más importante del pueblo, aunque papá dijera que no había delegados más importantes que otros.
Algunos vecinos habían tomado la decisión de abandonar la ciudad porque estaban cansados del confinamiento y otros, como una manera de construir el futuro que habían soñado, incluso antes de la pandemia. En ese primer momento casi todos los chicos tenían menos de diez años y había muy pocos adolescentes de mi edad o de la de mi hermana, que era dos años mayor que yo. Las familias trabajaban de sol a sol, compartiendo casi todo, incluso las parejas (no era raro que algunas noches papá o mamá durmieran en otra carpa) y se percibía en el aire el entusiasmo que había por fundar el pueblo, por construir ese futuro lo antes posible. La primera casa que se levantó fue la escuelita y para la inauguración se hizo una fiesta que duró dos días.
Cuando esa noche empezó a sonar la sirena, ya hacía algunos años que el clima en el pueblo no era festivo ni mucho menos. Un par de meses después de la inauguración de la escuelita algunos vecinos empezaron a pensar que el doctor Reus (que por ese entonces era el encargado de la comunicación con la ciudad) estaba mintiendo y esa sospecha, sumada a que las construcciones de las casas se demoraban, que el proyecto de la huerta grande había fracasado por el clima y que se había empezado a correr el rumor de que en la ciudad soplaban nuevos vientos, hizo que algunas familias decidieran irse del pueblo y que las casas que se habían empezado a levantar con madera y piedra, quedaran a medio construir. Fue a partir de ese día que se decidió hacer guardia en el muelle y poner la sirena en la escuelita. Según mi hermana, todo cambió el día de la muerte de la beba de una de las familias de Las Huertas. Quizás no hubiera sido la muerte en sí, sino lo que dijo el doctor Reus, eso de que la suerte no la había acompañado.
Escuché los aplausos en los intervalos de silencio que dejaba el ciclo de la sirena, que era como un faro. Volví a asomar la cabeza por el cierre de la carpa. Era Lucas, el vecino que trabaja en la cosecha de la chaura. Mamá salió enseguida y se paró a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho. Lucas apoyó los labios sobre la oreja de mamá, le dijo algo y se fue corriendo. Después ella miró un instante hacia nuestra carpa y se fue detrás de Lucas. Me quedé mirando las luces de las linternas que se agitaban sobre el camino. Era raro que mamá nos dejara solos, sobre todo, que dejara sola a mi hermana. Pensé, por primera vez en la noche, que no debía ser una falsa alarma, que habían visto algo en el lago. Mientras salía de mi bolsa para pasarme a la de mi hermana, me ilusioné con la posibilidad de que fueran los vecinos que estaban volviendo al pueblo (varias veces papá lo había dicho, que iban a volver espantados de la ciudad) y que todo volvería a ser como había sido al principio. Abrí el cierre de la bolsa de mi hermana y me asusté como si me hubiera encontrado con uno de esos pájaros carpinteros gigantes: adentro de la bolsa estaba toda la ropa de mi hermana hecha un bollo.
Hacía un tiempo que mi hermana me había empezado a decir, casi en secreto, que nos teníamos que ir, que el doctor Reus estaba loco y que, si nos quedábamos en el pueblo, no íbamos a tener futuro. Que ella se había quedado sin sueños y que ni dictaduras ni pandemias podían ser peor que eso. ¿Te pensás quedar toda la vida levantando la hojarasca con una pala? ¿Cagando en un pozo? ¿Teniendo hijos bobos conmigo? Como primera señal de lo que iba a venir después, mi hermana dejó de trabajar (era una de las encargadas de cortar los troncos de las lengas volteadas por el viento) y se pasaba el día en la orilla del lago construyendo, según pude comprobar después, una canoa. No le di mucha bola a sus provocaciones ni a sus amenazas, en parte porque mi hermana siempre había sido así y, sobre todo, porque pensaba que de ninguna manera me iba a dejar solo.
Salí de la carpa descalzo. En esa época del año, las hojas de los sauces tejían una especie de alfombra sobre el pasto. Igual, ni sentí el frío que bajaba de la montaña y entraba por mis pies. Avancé por el camino que yo mismo me encargaba de mantener día a día, reconociendo mis paladas. La luz del alba empezaba a iluminar los contornos de los árboles. A los costados, cada tanto, un grupo de carpas con las caras de los niños asomando por entre los cierres. Los últimos metros los hice corriendo.
Casi todo el pueblo estaba en el muelle. Enseguida distinguí a papá, con el rifle cruzado en la espalda. Era el mismo que usábamos para cazar los guanacos o huemules y que teníamos prohibido usar en el pueblo. Al lado estaba mamá. Avancé entre los vecinos que se habían acumulado alrededor. Más allá, iluminada por el sol que empezaba a asomar, vi una lancha que se acercaba lento. Qué pasó, pregunté, gritando por la sirena. Mamá no pudo contestar; lloraba en silencio. Papá señaló hacia el lago. Intenté ir hasta la punta del muelle, pero papá me retuvo en un abrazo. Después vi que la lancha no se acercaba sola, sino que arrastraba una precaria canoa que se sacudía con las olas. Distinguí sobre la lancha el contorno inconfundible del doctor Reus con un fusil en la mano. Alcanzó un gesto del doctor para que el sonido de la sirena se apagara definitivamente.
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