El primer llamado de prefectura había sido por el bote; lo habían encontrado en un lugar agreste de la costa del río San Antonio, dado vuelta y con parte del casco roto. A partir de ese momento, mamá intentó comunicarse con él y lo empezó a llamar dos o tres veces por día. No era raro que el abuelo no atendiera el teléfono, más bien todo lo contrario, era común que tuviera el celular apagado o sin señal y además todos sabíamos que si se le ocurría salir del rancho, dejaba siempre el aparato en la casa. Una semana después de recibir el aviso de prefectura, al no tener noticias del abuelo, mamá dijo de viajar al rancho.
Mamá abrió el mosquitero que había previo a la puerta y sacó un llavero del bolsillo de la campera. Al darse cuenta de que la puerta estaba sin llave, dio unos pasos hacia atrás y le hizo un gesto a Roberto para que entrara. Después, apoyó la cartera sobre el banco que había en la galería y se puso a buscar el atado de cigarrillos. Le dije que me parecía raro que no estuviera Bayo pero mamá no me escuchó, o no quiso contestarme y siguió sacando cosas de la cartera. Mi hermana, en cambio, empezó a caminar llamando al perro. "Bayo, Bayo", decía a la par que se golpeaba la mano contra la pierna.
Caminé hacia la costa y me apoyé sobre la baranda del muelle. El agua estaba baja y parecía inmóvil entre los juncos. Aunque la neblina no dejaba ver con nitidez lo que había del otro lado del arroyo, se podía distinguir el contorno de una pala excavadora.
Mamá había vivido en el rancho sus primeros dieciocho años de vida, hasta que se casó con papá y se mudó al departamento de Capital. Pese a lo que uno podría suponer, esos años de vida isleña no habían dejado traza en ella.
En la entrada de la casa, sobre la estructura de madera que la sostenía unos metros elevada del suelo, había una especie de galería hecha de troncos, juncos secos y una enredadera que la cubría. La puerta era de madera y tenía un mosquitero. Por ahí, esa mañana, salió Roberto después de haber revisado la casa. Se paró con los brazos en la cintura mientras mi hermana empezaba otra vez a llorar, e hizo que no con la cabeza.
—¿Cómo no? —preguntó mamá— ¿Revisaste las piezas?
El abuelo había vivido en una zona rural cercana a Galicia hasta que, al poco tiempo de enviudar, se metió en un barco con sus dos hijas. Luego de pasar unos meses en un hotel de Once y comer ratas según la versión exagerada de mamá, gracias a un tío de él que vivía en Buenos Aires, consiguió el terreno en esa parte del Delta y un trabajo de operario en un astillero que, aunque le duró poco tiempo, le alcanzó para comprar los primeros materiales de construcción y salir de la ciudad. El relato familiar decía que el abuelo había conseguido el bote y que él mismo había trasladado los materiales desde el continente en un montón de viajes nocturnos.
Mamá empezó a buscar en los alrededores de la casa y le pidió a Roberto que se metiera debajo de la estructura de madera. Aunque no lo dijera, ella creía que al abuelo le había dado otro ataque al corazón y que debía estar tirado por ahí, como un perro. Hacía un par de años el abuelo había tenido un infarto y estuvo cerca de cuatro horas viajando hasta San Isidro, incluyendo una parte de remo, con una arteria tapada. El cirujano que lo operó dijo que había sido un milagro que llegara vivo al hospital.
Mamá y Roberto volvieron de la recorrida.
—Nada —dijo mamá, mirando a mi hermana y volvió a sacar el atado de cigarrillos de la cartera.
Jimena se animó a hablar y le preguntó si no cabía la posibilidad que el abuelo estuviera en la casa de alguna amiga. Dije que no con tanta seguridad que los tres me miraron sorprendidos, más que por la respuesta, por el tono que había usado.
El abuelo había sido durante mucho tiempo una persona que no hablaba de su pasado. Sin embargo, en el último año se le había dado por conversar más y sobre todo conmigo. Una noche mientras mataba mosquitos con una sola mano, me contó el verdadero origen del incendio de la casa de Galicia; hasta ese momento todos creíamos, mamá incluida, que el fuego había sido producto de una quema intencional que había arrasado con todo el monte. Esa noche de mosquitos el abuelo me contó la verdad: me dijo que el fuego había sido causado por una salamandra y que él, el día del incendio, no había estado en la casa salvando a sus hijas como todos creíamos. Si bien no me lo dijo explícitamente, me dio a entender que esa noche había estado con otra mujer.
Roberto empezó a caminar hacia el muelle. Me dijo que el interior de la casa estaba "normal" y que alrededor no había nada extraño.
—Qué raro, che —dijo, se sentó en el otro banco y se arremangó la camisa —. Por lo menos acá corre un poco más de aire.
Me levanté y le dije que tenía ganas de ver cómo estaba la casa por dentro.
Sabíamos que más allá del problema en el corazón, el abuelo había cambiado desde que sus vecinos empezaron a irse de sus casas. La última vez que lo vi, me contó casi susurrando porque creía que había micrófonos escondidos entre las hojas de los árboles, que le habían incendiado la casa a un vecino y que habían tirado otras dos. Mamá le decía al abuelo que todo eso era puro verso, que agarrara la plata, que los del cantri le ofrecían mucho más de lo que el rancho valía y que, sumado a unos pesos que la tía le podía dar, conformaba una cantidad que le permitiría comprar un departamento en Tigre o San Fernando.
Un diario estaba desplegado sobre la mesa del comedor, en la heladera había algo de comida y varias botellas llenas con caña. En la piecita que había junto al baño estaban las herramientas que el abuelo usaba para trabajar y las mantas donde dormía el Bayo. La bandera no estaba en la planta baja y decidí subir a las piezas; por alguna razón creía que si la encontraba sana y salva eso me iba a indicar que el abuelo estaba bien.
La escalera era vertical, tenía peldaños pequeños y al igual que en los barcos, había que bajarla de espaldas. En la pieza donde dormía el abuelo, sobre la mesa de luz, había un portarretratos con la foto de mi mamá y mi tía, de chicas, jugando en el río y otro con la foto de sus nietos. Busqué debajo de la cama, abrí el cajón y encontré sólo un par de billetes y monedas. Revisé también el baño, sobre el lavatorio y en cada uno de los rincones. Fui a la otra pieza para seguir buscando, abrí los armarios y me di cuenta de que tampoco estaba la caña de pescar. A diferencia de casi todas las otras cosas, la caña era una de marca, profesional, que le había regalado papá para uno de sus cumpleaños; yo sabía que el abuelo la guardaba en ese armario y que no la prestaba por nada del mundo.
Mamá y Roberto estaban sentados en el banco de madera que había junto a la puerta. Él con la mirada en la pantalla de su celular y ella buscando algo adentro de su cartera.
—En un rato vienen de prefectura dijo mamá, sacando un pañuelo de papel.
Le dije que la caña del abuelo no estaba por ningún lado y que, a lo mejor, era verdad eso que había salido a pescar. Que Bayo no estuviera en el rancho le daba más fuerza a la hipótesis, dije. Roberto pareció interesado con la idea y dejó la pantalla del celular para mirar a mamá, que hizo que no con la cabeza.
—Qué se yo. Con tu abuelo, todo puede ser.
Caminé otra vez hacia el muelle. La bruma seguía intacta y los álamos amarillos se recortaban sobre los sauces, todavía verdes y me acordé que el abuelo me había enseñado los nombres de los árboles.
Mi hermana estaba sentada en el banco; ya no lloraba y tenía en la mano algunas piedritas que tiraba al arroyo. Al verme llegar, me preguntó qué me parecía la actitud de Roberto. Le dije que me parecía bien y ella hizo que no con la cabeza.
—¿No se habrá ido con una mina?
Hice que no con la cabeza y le pregunté si no le llamaba la atención la falta de la bandera. Me dijo que sí, y le conté que había buscado dentro de la casa. Caminé hasta el palo que estaba clavado a uno de los vértices del muelle. Mi hermana se acercó y señalando con el dedo me mostró los ganchitos agarrados de la soga, como si la bandera hubiera sido arrancada de un tirón, sin abrir los ganchos.
—No ves que hay como pedacitos de tela— dijo.
La bandera verde y blanca era un pedazo de tela que había sido parte de un mantel de cuando el abuelo vivía en España. Lo había cocido mi abuela y según ese mismo relato familiar, el retazo había sido lo único material que sobrevivió al incendio.
Cerca del mediodía la máquina excavadora empezó a trabajar del otro lado del arroyo. Cargaba tierra de una montaña que había más adentro y la dejaba cerca de la costa. El terreno estaba dos o tres metros elevado con relación al rancho y en la orilla de ese lado había una especie de defensa de hormigón. Durante unos minutos, pude concentrarme en el movimiento de la máquina, hasta que el gomón naranja de prefectura se acercó a nuestro muelle.
El primer hombre que bajó dijo que era el Mayor Pereyra y presentó a su acompañante como el Cabo Gallardo. Sólo el Cabo llevaba chaleco salvavidas. Mamá, que se había acercado al escuchar el motor de la lancha, les preguntó a los hombres si no preferían entrar a la casa. El Mayor hizo que sí con la cabeza y el Cabo habló por el Handy para avisar que ya habían llegado a destino.
Roberto abrió la puerta y fue el último en entrar. Mamá se sentó junto a mi hermana en la misma silla y les contó a los hombres sobre la ausencia del bote, del perro y del abuelo, en ese orden. El hombre de prefectura, mirando a Roberto, contó que hacía unos días que estaban rastrillando la zona y que habían encontrado una caña de pescar, roja y negra, marca Penn. Sacó un teléfono celular del bolsillo y luego de apretar algunos botones, le mostró una foto. Roberto señaló a mamá y ella me señaló a mí. El hombre de prefectura se acercó rodeando la mesa y me mostró la pantalla del teléfono. Pude ver la caña del abuelo entre arbustos, la caña sobre el gomón y un primer plano del reel. Hice que sí con la cabeza y el Mayor dijo que la habían encontrado a unos metros del bote, cerca del Dorado y dijo que una semana atrás había habido una tormenta muy fuerte. Jimena apoyó con demasiada fuerza unos vasos sobre la mesa.
El silencio posterior se interrumpió con el llamado del Handy y todos pudimos escuchar cómo le informaban al hombre del salvavidas naranja que, entre los juncos del río San Antonio, habían encontrado un cuerpo sin vida.
Primero subió el Cabo. Una vez arriba del gomón, ayudó a que lo hicieran mamá y Roberto. Por último subió el otro hombre de prefectura. El Cabo giró una llave, tiró de la cuerda, una, dos veces y encendió el motor. Roberto rodeó con el brazo el cuello de mamá y dijo, casi gritando por el ruido, que no nos moviéramos del rancho.
Ni bien se alejaron río arriba, mi hermana empezó a caminar hacia la casa. Se sentó en el banco que había bajo la galería, sacó el celular del bolsillo del pantalón y llamó a su novio. Me alejé unos metros y noté que un leve viento frío había empezado a mover las copas de los árboles. Un hombre del otro lado del arroyo bajaba de la pala excavadora y se ponía a observar una de las ruedas de la máquina. Un pájaro negro parecido a un cuervo aterrizó a su lado.
Un bote que llevaba a dos personas y a un perro navegaba por el centro del arroyo. El que parecía más viejo iba en la popa, de pie, y el otro remaba sentado. Al vernos, el remero le dijo algo a su compañero que estudiaba la máquina o al pájaro. Después de que el otro dijera unas palabras, el bote cambió la trayectoria y enfiló hacia donde estábamos nosotros. Mi hermana se puso de pie ante el giro, me dijo algo que no llegué a escuchar y empezó a caminar hacia el muelle. La seguí desconfiando de los hombres que se acercaban y le dije que me esperara. Cuando el bote estuvo a unos metros de la orilla, el más grandote saltó a la isla con una soga en la mano. Después lo hizo el perro que nos comenzó a olfatear los pies y mover la cola.
—No hace nada— dijo el grandote.
El que iba de pie se sacó el gorrito que llevaba y estiró el brazo. Dijo que se llamaba Cardozo y que el remero era su pibe. Presenté a mi hermana y dije mi nombre. Cardozo nos preguntó si éramos los nietos del gallego. Pensé en preguntarle qué querían, pero mi hermana se me adelantó y dijo que sí. El hombre agregó que ellos eran unos vecinos que vivían en el cruce con el Gutiérrez. Jimena les explicó la razón por la que estábamos ahí, el llamado de Prefectura de hacía unos días, la ausencia del abuelo y el reciente hallazgo del cuerpo en el San Antonio.
—Mi mamá fue para allá con la prefectura— dijo.
Cardozo la interrumpió haciendo que no con la cabeza.
—Mire, doña, la cosa está jodida por acá.
Mi hermana preguntó por qué y Cardozo miró a su hijo.
—¿Cuándo fue?
El otro miró al cielo para hacer memoria y el propio Cardozo agregó:
—Hace dos, tres semanas.
Después nos dijo que era verso esa historia que el gallego se había ido a pescar y repitió, como mostrando que lo conocía, el argumento de que el abuelo no salía muy lejos.
—Y menos con las topadoras encima.
Me animé a decir lo de la caña y lo del Bayo. Cardozo nos contó sobre las casas incendiadas y de la preocupación del gallego por todo este asunto. Le pregunté si era posible que el abuelo hubiera prestado el bote y la caña. Ambos hicieron que no con la cabeza y Cardozo dijo que habían visto, dos semanas atrás, una lancha de madrugada arrastrando el bote del abuelo.
—Agarrado, así nomás, vio, con una soga— dijo el más chico—. Era una Bayliner.
Cardozo bajó la cabeza y siguió hablando.
—Al otro día vinimos para acá y tu abuelo ya no estaba. Tampoco el perro.
Jimena preguntó si sabía de quién podía ser la lancha, imagino que lo hizo pensando en alguna mujer y Cardozo se apuró para contestar.
—De ellos— dijo, y señaló con la cabeza el terreno donde estaba la excavadora—. Doña, las máquinas así son de ellos.
Les mostré el lugar vacío donde solía estar la bandera, les dije que nos parecía raro que no estuviera y agregué que el abuelo casi nunca la sacaba del mástil. El perro que se había alejado un poco volvió corriendo y como si hubiera entendido algo de lo que había dicho, empezó a olfatear la base del palo que hacía de mástil. Jimena dijo que parecía arrancada y el hijo de Cardozo, acercándose para ver la punta desde más cerca, dijo que sí.
—Sí— dijo, e hizo el movimiento con el puño cerrado simulando el tirón—. Ese fue su abuelo.
Hicimos unos segundos de silencio y los hombres luego de intercambiar unas palabras, decidieron empezar a buscar la bandera. Lo hicieron durante un rato hasta que Cardozo volvió mojado hasta la cintura pero con el trapo verde y blanco en la mano. Al rato los hombres y el perro se volvieron a subir al bote y se fueron en silencio.
El gomón de prefectura se acercó al muelle. El Mayor manejaba el timón y el Cabo se preparaba para saltar con la soga. Roberto rodeaba con el brazo el cuello de mamá y ella, con la cabeza en alto y abrazando la cartera, miraba hacia la otra orilla. Algo de la forma, a lo mejor el silencio o la postura de mamá, hizo que mi hermana empezara otra vez a llorar y que yo también supiera de quién era el cuerpo que habían encontrado entre los juncos.
Tremendo. Me transporté directamente al Rancho y me quedé atrapado ahí hasta la última palabra.
ResponderBorrarAhora sigo leyendo tus cuentos
¡Te felicito!
¡EXCELENTE! ¡Lo disfruté desde la primera palabra! ¡Felicitaciones!
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