jueves, 26 de noviembre de 2015

LA VIDA DEL EJEMPLAR 4192

El ejemplar 4192 de una edición de bolsillo de Todos los fuegos, el Fuego, se terminó de encuadernar la tarde del lunes 15 de octubre de 2000, casi diecisiete años después de la muerte de Cortázar y a más de treinta y tres de su primera publicación. Al día siguiente, el martes 16, un hombre de mameluco azul colocó el ejemplar 4192 en una caja de cartón, junto a varios ejemplares iguales a él y los trasladó en una carretilla hasta una camioneta que lo esperaba estacionada en la entrada de la imprenta.

El ejemplar estuvo cerca de una semana en el depósito que tenía la editorial en las afueras de Madrid y su caja, que se distinguía de las demás por tener junto al número 9789871106042, las siglas ARG3, tuvo destino sudamericano y fue la última de esa editorial en viajar hacia Buenos Aires. Horas más tarde, una camioneta trasladó las diez cajas que habían llegado desde España hasta un depósito de la calle Alem, en la Capital Federal, donde había otras cajas más, también llenas con libros pero de otros géneros y nacionalidades. Unos días después, una mujer llevó la caja hasta la oficina que había en la parte posterior del galpón, sacó varios ejemplares de su interior y los colocó en otra caja más pequeña, también de cartón y con la inscripción Suc. Cab. escrita por ella en birome azul. Una camioneta más pequeña que la anterior se llevó de la oficina varias cajas, entre ellas la que contenía al ejemplar 4192, y las distribuyó en los locales que tenía la librería en Capital. Al final del recorrido, en el local de la avenida Cabildo, el empleado de seguridad le indicó al hombre que maniobraba el montacargas que llevara las cajas a la pieza que tenía la librería en el fondo. El ejemplar 4192 permaneció encerrado en esa habitación durante dos días y medio, hasta que el empleado con más acné de la librería abrió la caja y llevó cinco, de los diez libros que había de su tipo, hasta la mesa destinada a las nuevas reediciones. El ejemplar 4192 quedó segundo en la pila, empezando de arriba hacia abajo. Era la mañana del 10 de noviembre, día del cumpleaños número doce de Martín.

Esa misma noche, el tío de Martín salió de un consultorio odontológico ubicado en la calle Ciudad de la Paz, casi esquina La Pampa y caminó hasta Cabildo pensando que iba a llegar tarde al cumpleaños de su sobrino. Recorrió varias cuadras por la vereda par, y el cambio de un semáforo le impidió cruzar la avenida. Al girar la cabeza, distinguió la fachada de la librería entre algunos negocios de ropa.
Tenía poco tiempo para elegir, no sólo por el apuro, sino porque un empleado de la librería estaba por bajar las persianas del local. Entró sin tener una idea clara de qué libro elegir para su sobrino y en su mente aparecieron aproximaciones de títulos de la llamada literatura juvenil que había escuchado en la escuela donde trabajaba, y también se le cruzó la idea de, pese a la oposición de su hermana, regalarle una tarjeta de Sacoa con cincuenta pesos de carga ya que Martín, pensaba el tío, estaba todo el tiempo hablando de los jueguitos electrónicos y seguramente era lo que más quería.
Al pasar por la mesa de reediciones vio al ejemplar 4192 que estaba primero en la pila y luego de unos minutos de indecisión porque no sabía si su hermana tenía o no el libro (recordaba una edición de tapa roja en la biblioteca de su casa de la infancia), decidió levantarlo. En ese segundo le vinieron imágenes de su adolescencia junto a la edición de tapa roja y por alguna razón recordó la tarde que había leído junto a su prima el cuento llamado Reunión, encerrados en una de las piezas de la Unidad Básica. El tío buscó el comienzo del cuento para ver si recordaba de qué se trataba y las primeras palabras le alcanzaron para hacerle revivir casi todo el resto. Giró el libro para leer la contratapa y así volvió a ver a Cortázar, medio de perfil, con anteojos grandes y fumando. La sucesión de pensamientos lo llevó a recordar el último estado del libro de tapa roja y lo vio con algunas hojas sueltas, con el lomo algo desteñido por el sol. Otro empleado se acercó, le dijo que estaban por cerrar y el tío volvió mentalmente a la librería. Fue a la caja, pagó en efectivo, pidió que se lo envolvieran para regalo y al salir se tuvo que agachar para poder pasar por la puertita de la reja. En la avenida se tomó el colectivo 161, cartel blanco.

Martín recibió el ejemplar 4192 sin disimular la amargura. Era el último regalo de una serie que había alternado ropa, rompecabezas y golosinas. La desilusión que sintió lo hizo darse cuenta de que se había esperanzado ante la llegada de su tío; durante el almuerzo que habían compartido el domingo anterior, Martín se había encargado de hacerle saber que le gustaban los videojuegos y que su Family Game estaba rota. Hasta le había dicho de un local de artículos electrónicos en donde había descuentos en la Play. Y si se había bancado el aliento a podrido de su tío, pensaba Martín mientras abría el regalo, había sido para que le quedara claro qué quería para su cumpleaños.
Martín besó a su tío agradeciéndole y ante la pregunta le dijo que no había leído nada de Cortázar. Los únicos libros que Martín había leído con atención habían sido lo de la serie Elije tu propia aventura y las historietas de Lucky Luke que cada tanto le prestaba su compañero de banco. La mamá les hizo saber a todos los invitados que el ejemplar 4192 era el primer “libro de adultos” que recibía su hijo. El tío se alejó del cumpleañero para preguntarle a su hermana si se acordaba de la edición de tapa roja que tenían en la casa y ella, sosteniendo una bandeja con pizzetas, negó con la cabeza y le preguntó cómo le había ido en el dentista.
El libro estuvo durante un año y dos meses inmóvil sobre uno de los estantes que había en la pieza de Martín, apretado entre la Family Game que no funcionaba y las dos Lucky Luke que nunca le había devuelto a su amigo.

Las dos cosas que más recuerda Martín del verano de 2002, primer verano de su vida que no salió de vacaciones, son las discusiones que tuvieron sus papás y que durante esos meses estuvo más tiempo encerrado en su pieza que en cualquier otro lado. En general, se la pasaba en el piso jugando al fútbol con los muñequitos de Playmobil y una pelota hecha con papel de aluminio. Armaba campeonatos con 20 equipos, diagramaba el fixture y jugaba los 380 partidos, cada uno de ellos en dos tiempos de quince minutos.
Una tarde de ese febrero, entre la fecha 15 y 16 de su campeonato, se le dio por sacar el ejemplar 4192 del estante y tirarse sobre la cama. Apoyó una almohada arriba de la otra y se dispuso a leer para ver si de esa forma el tiempo pasaba más rápido. Al principio se sorprendió con la dedicatoria de su tío, no la había visto el día que se lo había regalado, que empezaba pidiéndole perdón por la letra y se excusaba diciendo que estaba arriba de un colectivo. Además, el texto escrito en lápiz negro decía que ese libro había sido el primero que había leído en su vida y Martín, de alguna manera, se ilusionó con el dato; su tío era una de los adultos que más respetaba. El entusiasmo le duró poco, al leer la primera página del cuento Todos los fuegos, el Fuego (había decidido empezar por ahí porque era el cuento que le daba título al libro y Martín creía que por esa razón tenía que ser el mejor de todos) sintió que no lograba concentrarse lo suficiente y al dar vuelta la primera hoja se dio cuenta de que no había retenido nada de lo que había leído. Intentó una vez más y justo en ese momento la mamá golpeó la puerta de su pieza y entró sin esperar a que Martín le respondiera. Se miraron durante unos segundos, la mamá le pidió disculpas y con una sonrisa que se le dibujó en la cara, cerró la puerta. Hacía tiempo que ella vivía preocupada por los encierros de su hijo, sus pensamientos alternaban entre la creencia que Martín era un adicto a la pornografía y la idea que era un inmaduro de trece años que se pasaba todo el día jugando al fútbol con los muñequitos. Una vez que su mamá cerró la puerta, Martín se levantó de la cama y volvió a dejar el libro sobre el estante.

Debido al elevado precio que le había puesto el tío de Martín, el ejemplar 4192 sobrevivió a la “venta de garaje” que hizo la familia el sábado 17 de agosto de 2002. La mamá había copiado la idea de una serie estadounidense que miraba durante las tardes y no dio marcha atrás, ni siquiera cuando una de las vecinas la alertó sobre los problemas de inseguridad que había en el barrio. Las dos Lucky Luke y la Family Game no tuvieron la misma suerte que el ejemplar 4192 y se fueron en una camioneta llena de chicos y mascotas. Martín no se sintió afectado por esas pérdidas porque entendía muy bien la situación que estaba viviendo: la reciente separación de sus papás, las deudas, la beca que le habían otorgado en la escuela y hasta el cambio en su papá que había pasado de ingeniero civil a manejar un taxi.
Ese sábado, cuando la mamá de Martín decidió terminar la venta de garaje y el tío propuso abrir una cerveza para festejar los 832 pesos recaudados, entre las pocas cosas que habían quedado sobre las mesas estaba el ejemplar 4192. Martín no levantó el libro, fue la mamá la que se ocupó y en lugar de llevarlo hasta la pieza de su hijo, decidió ubicarlo en la pequeña biblioteca que tenía ella en el living. Lo dejó entre dos libros de Osho que no había puesto a la venta.
El libro también superó la mudanza del 8 de febrero de 2003 y luego de estar tres meses en una de las cajas, volvió a la misma biblioteca, ubicada en el comedor del departamento de dos ambientes que la mamá había alquilado en Florida. Hasta el 23 de mayo de 2005, el ejemplar 4192 estuvo en ese lugar.

Unos días antes, el profesor de literatura de la nueva escuela de Martín les había dicho a sus alumnos que iban a leer algunos cuentos de Cortázar. El profesor escribió en el pizarrón el título que tenían que comprar y preguntó si alguno de los estudiantes ya tenía el libro en su casa. Sólo Martín y una chica que usaba el flequillo como Winnie Cooper levantaron la mano. Hasta ese momento ninguno de los dos se había prestado atención y en los instantes que permanecieron con las manos arriba cada uno se dio cuenta de la existencia del otro. Martín, al verla, pensó en Winnie, y la chica del flequillo al verlo a él, pensó en el novio de su hermana. En los días que siguieron se pasaron varios minutos mirándose fijo a los ojos, sin decirse nada, como jugando a ver quién aguantaba más. Ella, descubrió Martín, en los recreos solía estar sola o con otra chica de cuarto, leyendo en uno de los bancos que había en el patio.
La tarde de ese lunes 23 a Martín le llegó, a través de una compañera, el rumor que la chica del flequillo gustaba de él y al llegar a la casa luego de la clase de inglés que le daba una vecina, buscó el ejemplar 4192 en su pieza y no lo encontró. Fue hasta el comedor, a esa hora su mamá ya estaba acostada con la radio encendida, y desde ahí, con un grito, le preguntó si lo había visto. Ella le dijo que sí, que estaba en su biblioteca y subió un poco el volumen de la radio. Esa noche Martín se acostó en la cama y se propuso leer el primero de los cuentos, y no el séptimo como aquella vez. Lo leyó sin interrupciones de la primera hasta la última palabra y cuando terminó, se quedó unos minutos con los ojos cerrados y el libro abierto sobre su pecho.
A partir de ese día y durante más de un mes, el ejemplar 4192 estuvo en la mochila de Martín. Lo llevó así a la escuela, al campo de deportes, a las clases de inglés y los fines de semana al departamento que había alquilado su papá en Belgrano. Leía en el colectivo, en los recreos y antes de dormirse. En clase, como ya había leído todos los cuentos, alguno de ellos hasta tres veces, aprovechaba los momentos de lectura colectiva que organizaba el profesor para mirar a la chica del flequillo que, por ese entonces ya había cambiado su peinado y lo tenía corto como Winona Ryder.
Para la lectura de La señorita Cora, la propuesta del profesor fue que algunos estudiantes adoptaran las voces de los personajes. A la chica del flequillo le tocó hacer de Cora y según Martín, leyó con una voz suave y seductora. Cada vez que levantaba la vista del libro lo buscaba a él y hasta el chico rubio que se sentaba junto a Martín se daba cuenta y lo codeaba.
Por esos días, unas semanas antes de las vacaciones de invierno, Martín se había hecho amigo del único rubio del curso. La amistad había surgido durante una clase de educación física donde compartieron el mismo equipo de fútbol; el rubio era de todos los compañeros el que mejor jugaba y Martín, hasta ese día, no había demostrado entusiasmo en el juego, ni en ninguna otra cosa que tuviera que ver con la escuela. Pero esa tarde de mucho frío se dejó seducir por el juego y conformó con el rubio la delantera del equipo; entre los dos, convirtieron diez de los once goles que tuvo el partido.
De la misma forma que todo el grupo acordaba que el rubio era el mejor jugador de fútbol, también coincidían en que era el peor alumno. Era tan raro que hiciera las tareas como que en una prueba superara el 4. Entre varias faltas que había cometido ese año se encontraba la de haber perdido dos veces su ejemplar de Todos los fuegos, el Fuego y por eso fue uno de los pocos que desaprobó la prueba que había tomado el profesor. Ni bien recibió la nota, el rubio apoyó la cabeza sobre el banco porque aunque estuviera acostumbrado a desaprobar los exámenes, vivía cada nuevo aplazo con la sorpresa y la desilusión del primero. Apenas levantó la cabeza, le dijo a su nuevo amigo que los viejos lo iban a matar. Martín miró la hoja de la evaluación de su compañero y leyó que el profesor le había escrito, además del 2 en letras verdes, que podía dar un recuperatorio durante la primera semana después de las vacaciones de invierno e intentó motivarlo con eso. El rubio le explicó que no tenía el libro y que no les había dicho a sus papás que lo había perdido por segunda vez. Después, como si formara parte de una estrategia, le preguntó a Martín si le podía prestar el suyo. Martín dudó porque había escuchado de la boca de otro compañero que el rubio no había perdido sus ejemplares, sino que los había vendido en una librería de usados de la avenida Maipú. El rubio se dio cuenta de la duda y agregó que a cambio lo podía ayudar con la chica del flequillo. Martín sacó el ejemplar 4192 de la mochila y se lo entregó a su compañero diciéndole que tratara de no perderlo, que había sido un regalo de su tío.
El rubio se fue de vacaciones al departamento que tenía su familia en Pinamar. Los primeros días, pese a ser invierno, fueron primaverales con momentos donde predominó el viento norte y la temperatura alcanzó los 26 grados. El papá estuvo solo los fines de semana y como la hermana se había quedado en Buenos Aires, la mayor parte del tiempo el rubio estuvo al lado de su mamá. El acuerdo que habían hecho era que por cada hora de estudio, al rubio le corresponderían dos horas libres.
Durante los primeros tres días el rubio intentó leer en la playa pero no pudo concentrarse lo suficiente. De noche se iba hasta el muelle con el ejemplar 4192, pero sólo lo usaba para picar la piedra de marihuana que había conseguido en el Centerplay. Una mañana intentó con La salud de los enfermos pero se distrajo con otras cosas y a partir de ahí le fue imposible recuperar la atención. Lo mismo le pasó con La isla al mediodía. Al quinto día, pudo leer varias páginas de Instrucciones para John Howell y sin darse cuenta estuvo, para sorpresa de su mamá que tomaba sol a su lado, cuarenta minutos leyendo. Fue ella la que le preguntó si no quería mojarse un poco la cabeza, que hacía bastante calor y que en cualquier momento se iban a tener que ir debido a la tormenta que se acercaba. El rubio le contó algo del argumento del cuento y dejó el ejemplar 4192 junto a la reposera. Las nubes oscuras habían tapado el sol y el viento había cambiado de norte a sur, levantando la arena. La mamá empezó a agrupar todas las cosas que habían llevado a la playa: reposeras, termo, mate, canasta, revistas, mantas, y sin darse cuenta, al agacharse para levantar la remera de su hijo, dio un paso hacia atrás y pisó el ejemplar 4192, enterrándolo aún más en la arena. El rubio salió del mar cuando empezaron a caer las primeras gotas. Bajo un diluvio, ayudó a cargar los bolsos y reposeras en la camioneta.
La marea subió y en pocos minutos arrastró al libro al interior del mar. El agua y el paso del tiempo se ocuparon de ablandar el papel y las olas de romperlo en cada vez más partes. Algunas de ellas fueron comidas por los peces y otras se desintegraron hasta convertirse en partículas microscópicas. Lo único que volvió al continente fue un pedazo de la contratapa donde todavía se podía distinguir la foto de Cortázar.
El 13 de febrero de 2006, una pareja que había salido a caminar por la costa encontró la contratapa en una playa entre Pinamar y Villa Gesell. El resto del ejemplar 4192 estaba enganchado entre los yuyos que habían crecido en la arena. El hombre agarró lo que quedaba del libro y durante los kilómetros que caminaron hasta llegar al departamento, jugó con su novia a inventar la vida que había tenido el ejemplar, desde el momento de la impresión, hasta el encuentro con la contratapa.

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