El
ejemplar 4192 de una edición de bolsillo de Todos
los fuegos, el Fuego,
se terminó de encuadernar la tarde del lunes 15 de octubre de 2000,
casi diecisiete años después de la muerte de Cortázar y a más de
treinta y tres de su primera publicación. Al día siguiente, el
martes 16, un hombre de mameluco azul colocó el ejemplar 4192 en una
caja de cartón, junto a varios ejemplares iguales a él y los
trasladó en una carretilla hasta una camioneta que lo esperaba
estacionada en la entrada de la imprenta.
El
ejemplar estuvo cerca de una semana en el depósito que tenía la
editorial en las afueras de Madrid y su caja, que se distinguía de
las demás por tener junto al número 9789871106042, las siglas ARG3,
tuvo destino sudamericano y fue la última de esa editorial en viajar
hacia Buenos Aires. Horas más tarde, una camioneta trasladó las
diez cajas que habían llegado desde España hasta un depósito de la
calle Alem, en la Capital Federal, donde había otras cajas más,
también llenas con libros pero de otros géneros y nacionalidades.
Unos días después, una mujer llevó la caja hasta la oficina que
había en la parte posterior del galpón, sacó varios ejemplares de
su interior y los colocó en otra caja más pequeña, también de
cartón y con la inscripción Suc.
Cab.
escrita por ella en birome azul. Una camioneta más pequeña que la
anterior se llevó de la oficina varias cajas, entre ellas la que
contenía al ejemplar 4192, y las distribuyó en los locales que
tenía la librería en Capital. Al final del recorrido, en el local
de la avenida Cabildo, el empleado de seguridad le indicó al hombre
que maniobraba el montacargas que llevara las cajas a la pieza que
tenía la librería en el fondo. El ejemplar 4192 permaneció
encerrado en esa habitación durante dos días y medio, hasta que el
empleado con más acné de la librería abrió la caja y llevó
cinco, de los diez libros que había de su tipo, hasta la mesa
destinada a las nuevas reediciones. El ejemplar 4192 quedó segundo
en la pila, empezando de arriba hacia abajo. Era la mañana del 10 de
noviembre, día del cumpleaños número doce de Martín.
Esa
misma noche, el tío de Martín salió de un consultorio odontológico
ubicado en la calle Ciudad de la Paz, casi esquina La Pampa y caminó
hasta Cabildo pensando que iba a llegar tarde al cumpleaños de su
sobrino. Recorrió varias cuadras por la vereda par, y el cambio de un
semáforo le impidió cruzar la avenida. Al girar la cabeza,
distinguió la fachada de la librería entre algunos negocios de
ropa.
Tenía
poco tiempo para elegir, no sólo por el apuro, sino porque un
empleado de la librería estaba por bajar las persianas del local.
Entró sin tener una idea clara de qué libro elegir para su sobrino
y en su mente aparecieron aproximaciones de títulos de la llamada
literatura juvenil que había escuchado en la escuela donde
trabajaba, y también se le cruzó la idea de, pese a la oposición
de su hermana, regalarle una tarjeta de Sacoa con cincuenta pesos de
carga ya que Martín, pensaba el tío, estaba todo el tiempo hablando
de los jueguitos electrónicos y seguramente era lo que más quería.
Al
pasar por la mesa de reediciones vio al ejemplar 4192 que estaba
primero en la pila y luego de unos minutos de indecisión porque no sabía
si su hermana tenía o no el libro (recordaba una edición de tapa
roja en la biblioteca de su casa de la infancia), decidió levantarlo.
En ese segundo le vinieron imágenes de su adolescencia junto a la
edición de tapa roja y por alguna razón recordó la tarde que había
leído junto a su prima el cuento llamado Reunión,
encerrados en una de las piezas de la Unidad Básica. El tío buscó
el comienzo del cuento para ver si recordaba de qué se trataba y las
primeras palabras le alcanzaron para hacerle revivir casi todo el
resto. Giró el libro para leer la contratapa y así volvió a ver a
Cortázar, medio de perfil, con anteojos grandes y fumando. La
sucesión de pensamientos lo llevó a recordar el último estado del
libro de tapa roja y lo vio con algunas hojas sueltas, con el lomo
algo desteñido por el sol. Otro empleado se acercó, le dijo que
estaban por cerrar y el tío volvió mentalmente a la librería. Fue
a la caja, pagó en efectivo, pidió que se lo envolvieran
para regalo y al salir se tuvo que agachar para poder pasar por la
puertita de la reja. En la avenida se tomó el colectivo 161, cartel
blanco.
Martín
recibió el ejemplar 4192 sin disimular la amargura. Era el último
regalo de una serie que había alternado ropa, rompecabezas y
golosinas. La desilusión que sintió lo hizo darse cuenta de que se
había esperanzado ante la llegada de su tío; durante el almuerzo
que habían compartido el domingo anterior, Martín se había
encargado de hacerle saber que le gustaban los videojuegos y que su
Family
Game
estaba rota. Hasta le había dicho de un local de artículos
electrónicos en donde había descuentos en la Play.
Y si se había bancado el aliento a podrido de su tío, pensaba
Martín mientras abría el regalo, había sido para que le quedara
claro qué quería para su cumpleaños.
Martín
besó a su tío agradeciéndole y ante la pregunta le dijo que no
había leído nada de Cortázar. Los únicos
libros que Martín había leído con atención habían sido lo de la
serie Elije
tu propia aventura
y las historietas de Lucky
Luke
que cada tanto le prestaba su compañero de banco. La mamá les hizo
saber a todos los invitados que el ejemplar 4192 era el primer “libro
de adultos” que recibía su hijo. El tío se alejó del cumpleañero
para preguntarle a su hermana si se acordaba de la edición de tapa
roja que tenían en la casa y ella, sosteniendo una
bandeja con pizzetas, negó con la cabeza y le preguntó cómo le
había ido en el dentista.
El
libro estuvo durante un año y dos meses inmóvil sobre uno de los
estantes que había en la pieza de Martín, apretado entre la Family
Game que
no funcionaba y las dos Lucky
Luke
que nunca le había devuelto a su amigo.
Las
dos cosas que más recuerda Martín del verano de 2002, primer verano
de su vida que no salió de vacaciones, son las discusiones que
tuvieron sus papás y que durante esos meses estuvo más tiempo
encerrado en su pieza que en cualquier otro lado. En general, se la
pasaba en el piso jugando al fútbol con los muñequitos de Playmobil
y una pelota hecha con papel de aluminio. Armaba campeonatos con 20 equipos, diagramaba el fixture y jugaba los 380 partidos, cada
uno de ellos en dos tiempos de quince minutos.
Una
tarde de ese febrero, entre la fecha 15 y 16 de su campeonato, se le
dio por sacar el ejemplar 4192 del estante y tirarse sobre la cama.
Apoyó una almohada arriba de la otra y se dispuso a leer para ver si
de esa forma el tiempo pasaba más rápido. Al principio se
sorprendió con la dedicatoria de su tío, no la había visto el día
que se lo había regalado, que empezaba pidiéndole perdón por la
letra y se excusaba diciendo que estaba arriba de un colectivo.
Además, el texto escrito en lápiz negro decía que ese libro había
sido el primero que había leído en su vida y Martín, de alguna
manera, se ilusionó con el dato; su tío era una de los adultos que
más respetaba. El entusiasmo le duró poco, al leer la primera
página del cuento
Todos los fuegos, el Fuego (había decidido empezar por ahí porque era el cuento que le daba
título al libro y Martín creía que por esa razón tenía que ser
el mejor de todos) sintió que no lograba concentrarse lo suficiente
y al dar vuelta la primera hoja se dio cuenta de que no había
retenido nada de lo que había leído. Intentó una vez más y justo
en ese momento la mamá golpeó la puerta de su pieza y entró sin
esperar a que Martín le respondiera. Se miraron durante unos
segundos, la mamá le pidió disculpas y con una sonrisa que se le
dibujó en la cara, cerró la puerta. Hacía tiempo que ella vivía
preocupada por los encierros de su hijo, sus pensamientos alternaban
entre la creencia que Martín era un adicto a la pornografía y la
idea que era un inmaduro de trece años que se pasaba todo el día
jugando al fútbol con los muñequitos. Una vez que su mamá cerró
la puerta, Martín se levantó de la cama y volvió a dejar el libro
sobre el estante.
Debido
al elevado precio que le había puesto el tío de Martín, el
ejemplar 4192 sobrevivió a la “venta de garaje” que hizo la
familia el sábado 17 de agosto de 2002. La mamá había copiado la
idea de una serie estadounidense que miraba durante las tardes y no
dio marcha atrás, ni siquiera cuando una de las vecinas la alertó
sobre los problemas de inseguridad que había en el barrio. Las dos
Lucky
Luke
y la Family
Game
no tuvieron la misma suerte que el ejemplar 4192 y se fueron en una
camioneta llena de chicos y mascotas. Martín no se sintió afectado
por esas pérdidas porque entendía muy bien la situación que estaba
viviendo: la reciente separación de sus papás, las deudas, la beca que le habían otorgado en
la escuela y hasta el cambio en su papá que había pasado de
ingeniero civil a manejar un taxi.
Ese
sábado, cuando la mamá de Martín decidió terminar la venta de
garaje y el tío propuso abrir una cerveza para festejar los 832
pesos recaudados, entre las pocas cosas que habían quedado sobre las
mesas estaba el ejemplar 4192. Martín no levantó el libro, fue la
mamá la que se ocupó y en lugar de llevarlo hasta la pieza de su
hijo, decidió ubicarlo en la pequeña biblioteca que tenía ella en
el living. Lo dejó entre dos libros de Osho que no había puesto a
la venta.
El
libro también superó la mudanza del 8 de febrero de 2003 y luego de
estar tres meses en una de las cajas, volvió a la misma biblioteca,
ubicada en el comedor del departamento de dos ambientes que la mamá
había alquilado en Florida. Hasta el 23 de mayo de 2005, el ejemplar
4192 estuvo en ese lugar.
Unos
días antes, el profesor de literatura de la nueva escuela de Martín
les había dicho a sus alumnos que iban a leer algunos cuentos de
Cortázar. El profesor escribió en el pizarrón el título que
tenían que comprar y preguntó si alguno de los estudiantes ya tenía
el libro en su casa. Sólo Martín y una chica que usaba el flequillo
como Winnie Cooper levantaron la mano. Hasta ese momento ninguno de
los dos se había prestado atención y en los instantes que
permanecieron con las manos arriba cada uno se dio cuenta de la
existencia del otro. Martín, al verla, pensó en Winnie, y la chica
del flequillo al verlo a él, pensó en el novio de su hermana. En
los días que siguieron se pasaron varios minutos mirándose fijo a
los ojos, sin decirse nada, como jugando a ver quién aguantaba más.
Ella, descubrió Martín, en los recreos solía estar sola o con otra
chica de cuarto, leyendo en uno de los bancos que había en el patio.
La
tarde de ese lunes 23 a Martín le llegó, a través de una
compañera, el rumor que la chica del flequillo gustaba de él y al
llegar a la casa luego de la clase de inglés que le daba una vecina,
buscó el ejemplar 4192 en su pieza y no lo encontró. Fue hasta el comedor, a esa hora su mamá ya estaba acostada con la radio
encendida, y desde ahí, con un grito, le preguntó si lo había visto. Ella le dijo que sí,
que estaba en su biblioteca y subió un poco el volumen de la radio.
Esa noche Martín se acostó en la cama y se propuso leer el primero
de los cuentos, y no el séptimo como aquella vez. Lo leyó sin
interrupciones de la primera hasta la última palabra y cuando
terminó, se quedó unos minutos con los ojos cerrados y el libro
abierto sobre su pecho.
A
partir de ese día y durante más de un mes, el ejemplar 4192 estuvo
en la mochila de Martín. Lo llevó así a la escuela, al campo de
deportes, a las clases de inglés y los fines de semana al
departamento que había alquilado su papá en Belgrano. Leía en el
colectivo, en los recreos y antes de dormirse. En clase, como ya
había leído todos los cuentos, alguno de ellos hasta tres veces,
aprovechaba los momentos de lectura colectiva que organizaba el
profesor para mirar a la chica del flequillo que, por ese entonces ya
había cambiado su peinado y lo tenía corto como Winona Ryder.
Para
la lectura de La
señorita Cora,
la propuesta del profesor fue que algunos estudiantes adoptaran las
voces de los personajes. A la chica del flequillo le tocó hacer de
Cora y según Martín, leyó con una voz suave y seductora. Cada vez
que levantaba la vista del libro lo buscaba a él y hasta el chico
rubio que se sentaba junto a Martín se daba cuenta y lo codeaba.
Por
esos días, unas semanas antes de las vacaciones de invierno, Martín
se había hecho amigo del único rubio del curso. La amistad había
surgido durante una clase de educación física donde compartieron el
mismo equipo de fútbol; el rubio era de todos los compañeros el que
mejor jugaba y Martín, hasta ese día, no había demostrado
entusiasmo en el juego, ni en ninguna otra cosa que tuviera que ver
con la escuela. Pero esa tarde de mucho frío se dejó seducir por el
juego y conformó con el rubio la delantera del equipo; entre los dos,
convirtieron diez de los once goles que tuvo el partido.
De
la misma forma que todo el grupo acordaba que el rubio era el mejor
jugador de fútbol, también coincidían en que era el peor alumno.
Era tan raro que hiciera las tareas como que en una prueba superara
el 4. Entre varias faltas que había cometido ese año se encontraba
la de haber perdido dos veces su ejemplar de Todos
los fuegos, el Fuego
y por eso fue uno de los pocos que desaprobó la prueba que había
tomado el profesor. Ni bien recibió la nota, el rubio apoyó la
cabeza sobre el banco porque aunque estuviera acostumbrado a
desaprobar los exámenes, vivía cada nuevo aplazo con la sorpresa y
la desilusión del primero. Apenas levantó la cabeza, le dijo a su
nuevo amigo que los viejos lo iban a matar. Martín miró la hoja de
la evaluación de su compañero y leyó que el profesor le había
escrito, además del 2
en
letras verdes, que podía dar un recuperatorio durante la primera
semana después de las vacaciones de invierno e intentó motivarlo
con eso. El rubio le explicó que no tenía el libro y que no les
había dicho a sus papás que lo había perdido por segunda vez.
Después, como si formara parte de una estrategia, le preguntó a
Martín si le podía prestar el suyo. Martín dudó porque había
escuchado de la boca de otro compañero que el rubio no había
perdido sus ejemplares, sino que los había vendido en una librería
de usados de la avenida Maipú. El rubio se dio cuenta de la duda y
agregó que a cambio lo podía ayudar con la chica del flequillo.
Martín sacó el ejemplar 4192 de la mochila y se lo entregó a su
compañero diciéndole que tratara de no perderlo, que había sido un
regalo de su tío.
El
rubio se fue de vacaciones al departamento que tenía su familia en
Pinamar. Los primeros días, pese a ser invierno, fueron primaverales
con momentos donde predominó el viento norte y la temperatura
alcanzó los 26 grados. El papá estuvo solo los fines de semana y
como la hermana se había quedado en Buenos Aires, la mayor parte del
tiempo el rubio estuvo al lado de su mamá. El acuerdo que habían
hecho era que por cada hora de estudio, al rubio le corresponderían
dos horas libres.
Durante
los primeros tres días el rubio intentó leer en la playa pero no
pudo concentrarse lo suficiente. De noche se iba hasta el muelle con
el ejemplar 4192, pero sólo lo usaba para picar la piedra de
marihuana que había conseguido en el Centerplay. Una mañana intentó
con La
salud de los enfermos
pero se distrajo con otras cosas y a partir de ahí le fue imposible
recuperar la atención. Lo mismo le pasó con La
isla al mediodía.
Al quinto día, pudo leer varias páginas de Instrucciones
para John Howell y
sin darse cuenta estuvo, para sorpresa de su mamá que tomaba sol a
su lado, cuarenta minutos leyendo. Fue ella la que le preguntó si no
quería mojarse un poco la cabeza, que hacía bastante calor y que en
cualquier momento se iban a tener que ir debido a la tormenta que se
acercaba. El rubio le contó algo del argumento del cuento y dejó el
ejemplar 4192 junto a la reposera. Las nubes oscuras habían tapado
el sol y el viento había cambiado de norte a sur, levantando la
arena. La mamá empezó a agrupar todas las cosas que habían llevado
a la playa: reposeras, termo, mate, canasta, revistas, mantas, y sin
darse cuenta, al agacharse para levantar la remera de su hijo, dio un
paso hacia atrás y pisó el ejemplar 4192, enterrándolo aún más
en la arena. El rubio salió del mar cuando empezaron a caer las
primeras gotas. Bajo un diluvio, ayudó a cargar los bolsos y
reposeras en la camioneta.
La
marea subió y en pocos minutos arrastró al libro al interior del
mar. El agua y el paso del tiempo se ocuparon de ablandar el papel y
las olas de romperlo en cada vez más partes. Algunas de ellas fueron
comidas por los peces y otras se desintegraron hasta convertirse en
partículas microscópicas. Lo único que volvió al continente fue
un pedazo de la contratapa donde todavía se podía distinguir la
foto de Cortázar.
El
13 de febrero de 2006, una pareja que había salido a
caminar por la costa encontró la contratapa en una playa entre
Pinamar y Villa Gesell. El resto del ejemplar 4192 estaba enganchado
entre los yuyos que habían crecido en la arena. El hombre agarró lo que
quedaba del libro y durante los kilómetros que caminaron hasta
llegar al departamento, jugó con su novia a inventar la vida que
había tenido el ejemplar, desde el momento de la impresión, hasta
el encuentro con la contratapa.
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