El grito la sorprendió en la cocina. Silvia se quedó con
la cuchara en el aire esperando otro llamado que confirmara el anterior. Al no
escucharlo, siguió revolviendo los trozos de osobuco que había puesto en la
olla; el nuevo grito no tardó en llegar. Silvia apagó la hornalla, bajó el
volúmen de la radio, dejó la cuchara sobre la mesada y salió de su casa sin
abrigo. Caminó hacia la otra casilla que había en el terreno, limpiándose las
manos con el delantal que llevaba atado a la cintura.
—¿Sergio? —preguntó al llegar a la puerta.
La vecina hizo que no con la cabeza y la invitó a entrar. Silvia caminó hasta el teléfono que estaba sobre una mesita y levantó
el tubo. Se alegró de escuchar la voz de su marido; ella creía que si la mala
noticia llegaba, sería a través de un desconocido. Respiró profundo y se llevó
la mano libre al cuello. Miguel le explicó que iba a volver un poco más tarde y
le preguntó si tenía alguna novedad. Silvia dijo que no y volvió a sentir la
molestia en la garganta, esa especie de ardor al tragar que la incomodaba desde
hacía algunos días. Estuvo a punto de decírselo para que le trajera algún
remedio de la farmacia que había en la ruta, pero prefirió quedarse callada; tomar
medicamentos era otra de las cosas que Silvia había decidido no hacer.
Se despidieron luego de un largo silencio, Silvia apoyó el tubo sobre el aparato y se sintió más aliviada. Le contó a la vecina el motivo del llamado, le agradeció una vez más por el teléfono y dijo que había dejado la olla en el fuego.
Volvió a subir el volumen de la radio que estaba apoyada
sobre la mesada. Era una Philips portátil que Miguel le había traído cuando trabajaba
en el barco carguero. Había días que las ondas llegaban mejor que otros; esa
noche las voces no eran claras.
Con la cuchara de madera, Silvia despegó las partes de osobuco que se habían pegado en el fondo y volvió a colocar la olla sobre el fuego. El locutor del informativo dijo que el Papa iba a viajar a Buenos Aires en los próximos días. Silvia sumó las rodajas de zanahorias, el tomate y el choclo desgranado. Se llevó la mano al cuello y sacó un caramelo que tenía en el bolsillo. Miró la hora en el reloj de pared. Bajó el fuego al mínimo y tapó la olla. Caminó hacia la ventana empañada por el vapor, abrió una de las hojas y se puso a mirar la otra casa que había en el terreno. Se preguntó una vez más cómo hacía su vecina para poder vivir sin saber dónde estaba su hijo. Que ella no aguantaría ni un segundo. Que si bien estaban pasando por situaciones parecidas, ella sabía, mal que mal, dónde estaba Sergio. Y en ese momento, no supo si eso era mejor o peor y empezó a temblar de frío. Recordó el llamado de su marido y trató de reconstruir el diálogo que habían tenido. Le resultaba raro que Miguel la llamara sólo para avisarle de su retraso. Años atrás, cuando su marido trabajaba en el carguero, pasaban meses sin que ella supiera algo de él. Silvia pensó que su marido no había tenido el coraje para decirle la verdad y que se había arrepentido a último momento.
Con la cuchara de madera, Silvia despegó las partes de osobuco que se habían pegado en el fondo y volvió a colocar la olla sobre el fuego. El locutor del informativo dijo que el Papa iba a viajar a Buenos Aires en los próximos días. Silvia sumó las rodajas de zanahorias, el tomate y el choclo desgranado. Se llevó la mano al cuello y sacó un caramelo que tenía en el bolsillo. Miró la hora en el reloj de pared. Bajó el fuego al mínimo y tapó la olla. Caminó hacia la ventana empañada por el vapor, abrió una de las hojas y se puso a mirar la otra casa que había en el terreno. Se preguntó una vez más cómo hacía su vecina para poder vivir sin saber dónde estaba su hijo. Que ella no aguantaría ni un segundo. Que si bien estaban pasando por situaciones parecidas, ella sabía, mal que mal, dónde estaba Sergio. Y en ese momento, no supo si eso era mejor o peor y empezó a temblar de frío. Recordó el llamado de su marido y trató de reconstruir el diálogo que habían tenido. Le resultaba raro que Miguel la llamara sólo para avisarle de su retraso. Años atrás, cuando su marido trabajaba en el carguero, pasaban meses sin que ella supiera algo de él. Silvia pensó que su marido no había tenido el coraje para decirle la verdad y que se había arrepentido a último momento.
Silvia rezaba de pie frente a la ventana. Tenía las manos
juntas, cerca de la boca, los ojos cerrados. Cuando terminó, se besó los dedos,
caminó hasta la cocina y destapó la olla. Llenó una taza con agua y se la
agregó a la mezcla. El guiso había ganado en consistencia. El ruido en la radio
impedía escuchar con claridad las palabras del locutor y Silvia decidió cambiar
de emisora. Dejó clavado el dial en una que pasaba una canción de Palito
Ortega. Después apagó la hornalla, cerró la garrafa, se sentó junto a la mesa y
agarró el pulóver que había empezado a tejer. Así se relajó y sintió de golpe
todo el cansancio acumulado. Dando leves cabezazos, se quedó dormida.
Se despertó con la sensación que había pasado mucho
tiempo. Miró el reloj, eran más de las doce y su marido todavía no había
vuelto. Pensó en otra mujer; si bien no era algo que la molestara, durante
muchos años Miguel había pasado meses en el mar y Silvia sabía cómo era la vida
de los puertos, que fuera en ese momento, con Sergio en las islas, le generaba
una angustia mayor. Pensó que tal vez su marido se había hartado de la comida o
de sus rechazos en la cama. Tomó aire, se llevó la mano al cuello, se puso un
saco y levantó el pulóver que se había caído al piso. ¿Y si no vuelve más?, se preguntó, e imaginó una vida en esa misma
casa pero sola. Fue hasta la cocina, se sirvió una cucharada de miel y volvió a
sentarse para trabajar con el pulóver.
Cuando Miguel abrió la puerta de la casa,
Silvia esperó unos segundos y le preguntó qué había pasado, que le contara la
verdad. Prefería que le dijera que había estado con una mujer en uno de los
hoteles de la ruta. Su marido le pidió que se tranquilizara, que se había
quedado hablando con un compañero de la fábrica, un hombre que también tenía un
hijo en las islas.
—Uno de la planta de motores —dijo, y acomodó la campera
en el respaldo de la silla— Guzmán. ¿Te
acordás?
Silvia respiró profundo y puso una vez más la olla en el
fuego. Había escuchado alguna vez el apellido Guzmán, pero no sabía bien quién
era. Hizo que no con la cabeza y le preguntó de qué habían hablado.
—Nada, negra.
Miguel dejó la campera apoyada en el respaldo de una
silla y empezó a caminar por el pasillo hasta llegar al baño. Silvia se quedó
en el comedor.
El hilo de agua que salía por la canilla era cada vez más
delgado. Miguel pensó que una piedra en el tanque obstruía la cañería y que sin
la ayuda de Sergio, iba a necesitar la mano de algún vecino para arreglarlo.
Agarró el frasco con el ajo pisado que le había preparado Silvia días atrás y
escuchó que su mujer le volvía a preguntar si había podido averiguar algo.
Miguel abrió un poco la puerta.
—No, negra. Te dije.
Como las ampollas que le habían salido no habían mejorado
con el jugo de ajo, decidió tirar el frasco al tacho de basura que había junto
al inodoro. Escuchó que Silvia bajaba el volumen de la radio y que le volvía a
preguntar de qué había hablado con Guzmán.
—Nada, sabe igual que nosotros —dijo Miguel, y salió del
baño.
—¿Le preguntaste si le podemos mandar algo?
Silvia apagó la hornalla. Con un cucharón de metal sirvió
las porciones del guiso. Miguel sacó el atado de cigarrillos y se sentó junto a
la mesa. Buscó el encendedor en cada uno de los bolsillos de la campera que
estaba apoyada en el respaldo y no lo encontró. Largó el aire, cansado. Observó
el plato humeante y decidió, al notar que todavía faltaba mucho tiempo para que
se enfriara, ir hacia la heladera. Apoyado sobre la puerta, le preguntó a su
mujer porqué volvía a calentar tanto la comida. Silvia le dijo que de otra
forma no tendría sentido.
Miguel sacó el sifón de soda y se volvió a sentar. Apoyó
los codos sobre la mesa, unió las manos cerca de la boca y cerró los ojos. Su
mujer le contó del dolor de garganta y de la próxima visita del Papa que había
escuchado en la radio.
—¿Vos creés que si viene se termina todo? —preguntó Silvia.
Miguel no le contestó. Cada vez que con los ojos cerrados
escuchaba a su mujer, la imaginaba joven. No sabía bien por qué le pasaba eso,
igual que cada vez que soñaba con Sergio; aparecía siempre como si tuviera dos
o tres años. Miguel abrió los ojos y se sirvió soda en el vaso. Tenía ganas de
volver a discutir sobre el sentido de comer la comida fría, pero sabía qué le
iba a responder su mujer y decidió quedarse callado. Silvia miró las manos de
su marido y dijo que las veía mejor.
—El ajo te está haciendo bien.
Fueron varios minutos de silencio hasta que Miguel
decidió levantarse de la mesa. Caminó hasta el estante que había junto a la
puerta y se acordó que había dejado el encendedor junto a las llaves. Fumó de
pie frente a la ventana abierta. Pensó en cerrarla pero sabía que era inútil.
Cada tanto, miraba a Silvia que se había puesto a tejer. Cuando notó que no
salía más humo del guiso, regresó a la mesa, agarró la cuchara, la cargó con
una papa y en el momento que estaba por llevársela a la boca, Silvia le
preguntó qué estaba haciendo.
—Todavía está tibia —dijo.
Miguel soltó la cuchara. Al caer sobre el plato, salpicó
de salsa todo lo que había alrededor, incluso la madeja de lana y el pulóver.
—Si él come la comida fría, nosotros también —dijo
Silvia.
Miguel se volvió a levantar.
Se puso la campera, sacó el último cigarrillo del atado y lo fumó de pie,
frente a la ventana.
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